La provincia de García Rovira, en Santander, está llena de pueblos por donde pasó Simón Bolívar, hay monumentos con placas que conmemoran su tránsito por esos caminos. No es difícil imaginar al libertador por ahí, las trochas son las mismas desde hace 200 años y los lugares están detenidos en su atmosfera colonial de calicanto, bahareque, ruanas y una amabilidad en desuso. Pero en esos caminos destapados al borde del inmenso cañón, de repente te topas con una obra que parece una pieza de lego olvidada por un gigante en su jardín. Ahorra 5 minutos de ese camino pedregoso y fangoso... 5 minutos que costaron 108.000 millones de pesos. Y desde el fondo, a 148 metros, mientras los vehículos ponen a prueba la suspensión y los pasajeros miran los notables defectos de construcción del puente Hisgaura, muchos prefieren seguir chapoteando lodo y piedras antes que arriesgar sus vidas en esa gran pila de errores.
¿Por qué no hay la misma indignación que generaron los CAI quemados durante la protesta? ¿Será por falta de cubrimiento mediático de los noticieros especializados en diseñar todo aquello dirigido a la masa moldeable? ¿O será esa brecha que abrieron los españoles en nuestro origen desde los tiempos de la conquista? Hay una ruptura entre el campo y la ciudad que no unirán nunca los puentes mal hechos. Sigue ese olvido, parecido al odio, calando como un rezago biológico nuestra genética. Continúa el látigo y el rechazo del amo, tratando de fustigar los vestigios de nuestra sangre montuna, india y negra. Seguimos alimentando el imaginario de que la ciudad es progreso, de que el campo estanca. Olvidar e ignorar nuestra procedencia, de manera inconsciente, nos ha permitido aliviar el dolor ancestral de la esclavitud, el exterminio y la alienación.
Miles de niños mueren de hambre en las rancherías lejanas, cementerios de seres anónimos, masacrados, se descubren constantemente en la provincia, el robo de millones de hectáreas que pasan a manos de los que gobiernan desde las sombras dejan a incontables familias sin sustento y solo hierve la sangre cuando tocan una pared de la ciudad. Acaso no se volvieron importantes las Farc cuando penetraron las áreas urbanas, cuando hicieron estallar los encopetados clubes, cuando hicieron retenes en vías pavimentadas, cuando secuestraron citadinos. Mientras mataban policías y soldados en lugares innombrables, mientras campesinos de veredas recónditas caían en campos minados y las niñas y niños de los “nadie” eran reclutados y abusados, el país seguía su camino a las vías de desarrollo y a los sueños de pertenecer a un primer mundo que mete a sus desechados bajo la alfombra de las ideologías mercantilistas. El miedo de lejos no se siente, la pobreza de lejos no se padece, los muertos de lejos no huelen. Ignorar es la cura que alimenta la enfermedad, querer ser lo que un mundo descontrolado y agónico nos exige, sigue siendo nuestra maldición. Tal vez la solución no es avanzar, sino regresar al origen.