Quizás no sea esta la ocasión para hacer confesiones y menos aún confesar lo soñado. Pero voy a intentar creer que si cuento un sueño, éste puede hacerse realidad. Voy a asumir de igual forma, que si alguien no se interesa en los sueños, y menos aún en los sueños ajenos, habrá dejado esta nota en la frase anterior, o incluso en el mismo título. Para quienes aún estén, ya sea por curiosidad o respeto a un extraño que intenta decir algo, tratare de contar mi sueño entonces de manera breve y precisa, aunque esto niegue su naturaleza surrealista y confusa.
Conmovido quizás por las movilizaciones del magisterio en Colombia, encabezadas principalmente por FECODE (por sus bases), cerré los ojos y me desperté en un salón de clase. Era una pequeña escuela rural. La vereda no la recuerdo muy bien, pero por lo fatigado que estaba supongo que era una de esas escuelas que se pierden en nuestras cordilleras. Digamos que la escuela era la de la Vereda Alto de Ruedas en el municipio de Caparrapi, Cundinamarca. Allí, frente a cuatro o cinco estudiantes, trataba de señalarles donde quedaba Armenia. Con mi índice sobre un mapa de Colombia algo descolorido por el tiempo y el clima, iba dibujando lentamente el eje cafetero al tiempo que decía: “Armenia, capital del departamento de Quindío, con una población de aproximadamente 300 mil habitantes; sufrió en 1999 un terremoto que ocasionó la muerte de más de 1000 personas”. Los niños, algunos atentos en el índice sobre el mapa, me interpelaron diciendo que Armenia también era un país, en Euroasia. Yo sin muchas ayudas audiovisuales, o sea sin un mapa de Europa y Asia, les pregunte si sabían más de ese país. Ellos con mirada de nostalgia, dijeron:
-Si profesor, hace 100 años mataron a más de un millón de sus habitantes. Un genocidio dicen los libros de historia, aunque Turquía y Estados Unidos lo nieguen.
Mi mirada de inquietud se volvía de asombro. Sentado en el piso con humildad estaba Elkin, un niño de 8 años que parecía sorprenderse más con una lagartija que se movía entre las rejas de la ventana, que con la explicación. De repente Elkin me mira y pregunta:
-Profesor, ¿por qué hay muertos que se olvidan, o se quieren olvidar?
-Elkin, -respondió Tatiana, la niña mayor de la clase-, como dice mi abuelo, hay muertos que no hacen ruido, porque andan en alpargatas. La muerte no es la misma para todos ¿cierto profesor?
Perturbado un poco por ese sueño, me desperté y esa mañana del 24 de abril estuve algo intranquilo. Volví a ver la película Ararat dirigida por Atom Egoyan y me deje llevar por sus escenas que narran el etnocidio contra el pueblo armenio. Mientras las potencias mundiales seguían negando el genocidio y la culpabilidad de Turquía, yo no borraba de mi mente la mirada noble y sincera de Elkin, el niño del sueño y su profunda pregunta, ¿por qué hay muertos que se olvidan, o se quieren olvidar? El pensamiento se hacía más confuso cuando a mi mente volvían las noticias sobre los migrantes que intentando llegar a suelo italiano, su barco naufragó; 700 proyectos de vida, historias y sueños sumergidos
De nuevo la coyuntura era la de las movilizaciones de FECODE, pero como yo había soñado que era profesor, mi solidaridad crecía de manera rara. Me interesaban no solo los puntos del pliego sobre la nivelación salarial, la salud digna, la carrera docente, la política educativa y el bienestar, puntos además de justos pertinentes. Me interesaba también, la visión de la educación desde una mirada amplia, integradora y sobre todo sensible frente al otro y la otra. Pensaba por ejemplo en la importancia de incluir en el pliego un vuelco hacia una educación con una mirada que reconociera las diferencias étnicas y culturales, no como motivadoras para la muerte y el exterminio o para medir el valor de las vidas. Sino como prueba exacta de que la diversidad que parte de la creación es la única respuesta para salir de las más profundas problemáticas que enfrentamos. O sea, adaptar la interculturalidad como pedagogía no solo posible sino necesaria. El otro, la otra, lo otro, lejos de ser una amenaza, un problema, resultan ser la posibilidad para construir no a pesar, sino con la diferencia. Esto implica por supuesto, trastocar las falsas ideas sobre etnoeducación, vista como la educación del otro, del distinto, y que se incluye marginalmente al modelo hegemónico, el cual borra la diferencia estandarizando y homogenizando ideas y prácticas.
La discusión entonces, tiene que ver con la posible respuesta a la pregunta de Elkin, el niño del sueño. Sí, hay muertos que se olvidan o simplemente no importa, porque tenemos adormecido los sentidos, frente al sufrimiento de los otros, e incluso de nosotros mismos. Y esto es tan válido para los muertos del etnocidio en Armenia, como para los miles de muertos que ha causado el conflicto en nuestro país, o las víctimas que ha dejado el terremoto en Nepal, por poner algunos ejemplos.
Armenia, no queda necesariamente en el eje cafetero o en Eurasia. Queda en la memoria y en la posibilidad de despertar nuestros sentidos frente a la vida y frente a la muerte, frente a la diversidad y frente a la desigualdad. ¿Será entonces la educación con un sentir intercultural la herramienta más certera para sensibilizar al mundo y revertir los fracasos y tragedias propios de esa mirada blanca, colonial y occidental?