En mis empolvados años de bachillerato las clases de filosofía eran una lista de nombres, fechas, historia. Ahora incluyen análisis de textos, casi todos incomprensibles para los jóvenes. No se educa en la comunicación, la discusión y el diálogo.
Hay la creencia de que la filosofía es inútil, que no prepara para el trabajo, ni aporta a la productividad y al “éxito”. Los padres se horrorizan cuando sus hijos dicen que quieren estudiar filosofía. La mayoría de los alumnos ven esta materia como algo para “pasar el año”. Reforzada por académicos que usan un lenguaje excluyente y sofisticado, con la convicción de que entre menos comprenda la gente del común, mejor. Sienten temor a perder su prestigio y viven encapsulados en las formas medievales cuando la filosofía se enseñaba en latín.
Las preguntas de los griegos primitivos iban dirigidas a los dioses. Cuando estos no contestaron sus preguntas, bajaron la mirada al mundo, a las preocupaciones del diario vivir, a la naturaleza humana y de la sociedad en que vivían. Movidos por el asombro comenzaron a filosofar, es decir, a buscar saber. Apelando a la razón y no a las divinidades para encontrar conocimiento en lo moral, la estética, la política; incluían la física, las matemáticas, la música. Era una propuesta de la actividad del pensamiento libre que interroga, se maravilla y cuestiona, como alternativa de comprensión y acción práctica.
Ellos no pretendían ser sabios que supieran todas las respuestas. Solo querían indagar lo que no sabían. Lo hacían observándose a sí mismos, a su entorno, involucrando y dialogando con la gente del común en la plaza pública. Sus preocupaciones eran cómo vivir mejor y cómo contribuir a una vida en común armoniosa. Conversaban, preguntaban, como el imprudente del Sócrates, aunque fueran tildados de herejes o locos. Algunos lo fueron, pero aportaron al pensamiento independiente.
Hoy las preguntas siguen siendo las mismas. Pero no hemos aprendido a usar la reflexión crítica que ellos pretendían. Todavía queremos que las respuestas sean contestadas por oráculos infalibles. Buscamos fórmulas, tips, sin preguntas que nos obliguen a pensar. Acudimos al tarot, al cura, la carta astral, libros de autoayuda, astrólogos, en la espera de una la verdad revelada. Pero aún no sabemos cómo resolver los problemas fundamentales: ¿de dónde venimos?, ¿qué sentido tiene la vida?, ¿qué debo hacer?, ¿qué es inadmisible hacer?, ¿cómo resolver guerras, desigualdad social, económica, corrupción, injusticia? ¿Cómo actuar de modo coherente para una vida buena —no buena vida— y una sana convivencia? Preguntas que evidencian que no estamos viviendo mejor que antes. Los filósofos profesionales no deberíamos abstraernos de los afanes del mundo de la vida. Hemos olvidado la originaria capacidad de asombro, de maravillarnos y de preguntarnos.
La filosofía es una actitud que se ejerce bajo el signo de interrogación. Se trata de aprender a formular preguntas antes que de un recetario de respuestas. Respuestas nos deben llevar a más preguntas, así sean incómodas. Y en el proceso ir llegando a respuestas que deben ser tomadas como orientación, no como conclusiones definitivas. Preguntas y respuestas que se nutren en un diálogo enriquecedor con tolerancia y respeto, entre seres inquietos y curiosos por la realidad, movidos por la búsqueda de ideales comunes. Entre gente concreta y diversa que se preocupa por los problemas concretos y diversos que nos afectan, sin dogmas ni prevenciones para escuchar y ser oídos.
No es un saber científico especializado. Es la disposición de los sentimientos más profundos del ser humano: el deseo por la búsqueda de una vida significativa, el interés genuino por nuevas preguntas, el anhelo de una comprensión de todo cuanto nos sucede y nos afecta.
Es, además de un asunto de la razón, un asunto del corazón. Afecciones, sentimientos, pensamientos, decisiones. Se trata de una reflexión de la vida, la preocupación por sí mismos, por nuestras familias, por la sociedad que nos alberga, por el mundo que habitamos. Sirve para pensar, liberándonos de fanatismos. Y para la tarea de solucionar conflictos con otros, que guíen a un mejor vivir con un horizonte del interés común.
Los no filósofos tienen un reto: reflexionar sobre experiencias cotidianas. Esa es la aventura a la que invito hoy. Aprender a diferenciar entre lo banal y lo significativo. Religiosos o no, aceptar las creencias y los modos de concebir el mundo del otro en un diálogo libre. Asumir las diferencias políticas en espacios públicos, sin temor. Pensar el mundo, la sociedad, aquí y ahora. Una sociedad secular, compuesta de personas reflexivas y críticas que toman decisiones a diario (¿cómo evito el “pico y placa”?, ¿voto por alguien que me ofreció una prebenda?, ¿bebo pero le exijo a mis hijos que no lo hagan?, ¿me quejo de los políticos pero no participo en las elecciones?).
¡Todos tenemos la capacidad de pensar! Para eso es útil la filosofía. Así, los filósofos están en todas partes.