Las marchas y contramarchas no cambian el rumbo del gobierno ni de la oposición. Anulan los debates, polarizan y oscurecen el panorama. Aunque sean legítimas, las marchas oficialistas son una respuesta equivocada para superar las crisis que el gobierno crea. Y como es falso que exista una amenaza para sacarlo del poder o impedir que gobierne, arroparse de pueblo para reclamar legitimidad carece de sentido. Cuando los gobernantes elegidos recurren a movilizaciones es para exhibir apoyo popular que renueve su legitimidad. No es para reducir o desconocer a sus adversarios. Las marchas son una auto distracción que aplaza el dilema que el gobernante debe resolver: cómo avanzar en las reformas ante unas instituciones diseñadas para dificultarlas, una oposición que quiere bloquearlas y una congregación de sectores que perdieron el control del ejecutivo.
Ni las marchas del gobierno ni las de la oposición ayudan a superar la confrontación que frena los cambios y estimula los miedos. Por el miedo al cambio se agrandan problemas que todas las administraciones nuevas padecen en mayor o menor grado. En el de Petro se agrandan tal vez porque no intenta corregirlos. Las dilaciones para formular reglamentaciones, nombrar funcionarios, reducir la disfuncionalidad administrativa o acabar con las zancadillas internas que les impide ser equipo, subsisten. Tampoco evita reveses parlamentarios, decisiones judiciales adversas, actuaciones de control sobre funcionarios que la embarran. Fracasa para nombrar gerentes en la Federación Nacional de Cafeteros o en Corferias, o rector de la Universidad Nacional se registran como parte de una incapacidad para organizar sus filas.
También se le cobra más alto al gobierno Petro los corruptos que actúan en sus narices pues fue el quien los convocó a cogobernar. Caso tras caso se erosiona la gobernabilidad y la agenda reformista se desdibuja, sin que la oposición mueva un dedo. Fracasa el intento de llevar agua a las comunidades de La Guajira, pero no hay sanciones oportunas ni ejemplarizantes desde el gobierno. La gente percibe una pasividad cómplice pues a pesar de las repetidas denuncias sólo cuando un implicado confiesa se destapa el compromiso de Palacio. Para completar el asalto al erario tiene una posible relación con el indebido trámite de las reformas en el Congreso, desdibujando el interés del gobierno en construir consensos legítimos. Las coimas o la compra de votos parlamentarios son una trampa al debate democrático. Algunos gobiernos se caen por estas indelicadezas.
Hay otros autodaños que la oposición subraya. Quieren contrarrestar el estilo Petro con el de mandatarios que siguen los manuales de los MBA. Los alimenta el constante irrespeto a ciudadanos y funcionarios al dejarlos plantados o llegarles horas tarde. Tampoco les encaja que actúe como prefecto de disciplina ante sus subalternos como si él no fuera el jefe de sus ministros. Las desapariciones no-forzadas y el ocultamiento de su agenda, que parece contaminar a toda la administración, alimenta más la rabia de los opositores. Son problemas fáciles de corregir con una buena ejecutiva como Laura Sarabia. Desconocer las normas del comportamiento clásico presidencial desdibujan a Petro y la dignidad presidencial. Son detalles que alimentan a la oposición y frenan los proyectos de cambio por la desconfianza en la capacidad de la administración.
Los intereses de una gran parte de la ciudanía, no solo de los empresarios, están en juego. Por eso se generan tantas resistencias. El modo de vida de muchas personas y sectores, sus patrimonios, el diseño de su futuro entra en duda. La incertidumbre que se genera es difícil de superar en una democracia por precaria que sea. Requieren debates abiertos y eternos en el parlamento, en foros sociales y aun en los encuentros regionales del gobierno. Se necesita un esfuerzo pedagógico, el uso de los canales públicos de comunicación y la convocatoria a los medios digitales y tradicionales que traduzcan los proyectos a sus audiencias. Reunirse sólo con los seguidores de poco sirve, y a los opositores, reconcentrarse en sus argumentaciones menos ayuda.
La mejor reforma es la que la ciudadanía que ejerce sus derechos está dispuesta a impulsar. No se trata de un consenso utópico, sino de reformas pactadas y reguladas que den tiempo a las partes para acomodarse. Si se perciben las reformas como positivas para la sociedad se encuentra la forma de hacer la transición, asegurando espacios para que los afectados replanteen sus planes de futuro. A la brava solo hacen reformas los regímenes autoritarios, pero provocan fugas humanas y de capitales que frenan el andamiaje productivo, empobreciendo y dividiendo a la sociedad. Esa no es la intención de Petro, pero una oposición equivocada lo puede llevar a ese extremo.
El gobierno y la oposición necesitan canales para reemplazar el miedo por comprensión. Hablarse a sí mismos a los gritos en la calle, con insultos en las redes y ataques en los medios, impide avanzar. Petro puede tener el control del funcionamiento del ejecutivo, pero no el control del funcionamiento de la economía. Nadie va a colaborar sin saber para dónde van las leyes, si va a cambiar reglamentaciones como la regla fiscal, o a forzar créditos a los bancos, o aumentar la deuda o hacia dónde se dirige la inversión pública. Se necesita diálogo.
La bolita que parece mover el ilusionista, no puede ser el eje del gobierno que mueve y mueve temas solo para cambiar el eje de discusión creando nuevas preocupaciones innecesarias
Los anuncios oficiales que se sobreponen uno tras otro, en su mayoría sin desarrollos ni consecuencias, desgastan la credibilidad del discurso oficial. Son una parodia de estrategia comunicacional que impide fijar un tema, una meta, un sentido al gobierno. Hipnotizar al pueblo como en el juego callejero de la bolita, en el que siempre pierde el apostador es trampa. La bolita que parece mover el ilusionista, no puede ser el eje del gobierno que mueve y mueve temas y temas solo para cambiar el eje de discusión creando nuevas preocupaciones innecesarias. La tarea de un gobierno incluye escuchar a sus ciudadanos, atender sus querencias, interpretar su malestar. La evidencia de una administración con dificultades para operar destruye valor social y este daño no se supera con juegos verbales. Reemplazar el diálogo de saberes por el ruido de las muchedumbres tampoco resuelve. Muchos seguidores de Petro quisieran que las marchas se convirtieran en un río crecido, tormentoso y desbocado que arrasa con todo lo que se atraviese.
Por eso episodios como abrazar la bandera de guerra del M-19 envía una señal equivocada. Si fuera por nostalgia pasaría. Pero es el símbolo de la lucha armada de un grupo que creyó que era con las armas como iban a lograr el poder y el cambio. Pero Petro no llegar al poder precisamente por las armas sino por haberlas dejado. Exaltar tesis guerreras del pasado, que fracasaron y causaron tantos daños a inocentes, es innecesario.
Los problemas de las reformas los debe superar desde el Palacio de Nariño al que también le corresponde definir y encauzar sus metas dejando de jugar a la bolita. La oposición -política, social y empresarial- también debe madurar y aprender a interactuar con un gobierno diferente a los tradicionales. Un Petro aislado, sectario y rodeado de clientelas corruptas, poco le sirve al país. Ni marchas ni constituyentes resuelven las inconsistencias de la administración que necesita reconstruir su gobernabilidad como le proponen desde el PH. Pocos quieren que el gobierno del cambio se convierta en el gobierno que desperdició la oportunidad del cambio.
Del mismo autor: Tareas para gobernar