Los días finales de 2021 fueron la estocada final de las inscripciones al Congreso de Colombia. Quien esté al tanto de la política electoral del terruño sabe bien que la publicación final de los nombres de las listas del Pacto Histórico sólo se puede comparar con un juego decisivo de eliminatorias de algún deporte popular.
Las listas inscritas arrejuntaron a un montón de partidos y movimientos que parecieran sólo tener en común la necesidad de una transición, así sea moderada, de este viejo modelo de capitalismo a uno más moderno, más eficiente, más “humano”.
Lejos de llamar a la dictadura del proletariado, la transición que le proponen Petro y compañía al país, es un salto de las posiciones más bajas de la pirámide de la división internacional del trabajo a un renglón más bien medio: sustitución de importaciones, fortalecimiento de instituciones públicas y otro intento de cerrar esta etapa del conflicto armado, pare de contar.
Ojalá estuviésemos en los albores de la denunciada revolución: ojalá esta fuese la Bolivia de 2005 con victoria de un candidato indigena bajo movimiento orgullosamente socialista, con 84% de participación y arrasando en primera vuelta.
Ya quisiéramos esa dicha, o mejor, ya quisiéramos merecer esa dicha. La realidad es que el panorama colombiano es bastante diferente: el descontento crece por un centenar de factores conjugados, entre los que se destaca la incapacidad del gobierno para mantener la imagen vendida durante su campaña, y al mismo tiempo cuidar los intereses de los grupos económicos que representa; todo bajo una crisis económica y sanitaria casi sin precedentes. El problema es que la historia nos tomó otra vez consternadxs y rabiosxs.
Al parecer es cierto que el uribismo está en sus últimos días, por lo menos en la versión que lo conocemos, y como protagonista de la política nacional; pero la pregunta que queda es: ¿qué sigue? Sabemos que estamos transitando de una parodia de proyecto nación eternamente agonizante a… ¿qué? ¿Una versión remendada de esta vieja Colombia? ¿Una democracia liberal moderna? ¿un Estado benefactor keynesiano? ¿Una revolución neoliberal? ¿Una toma definitiva de las instituciones por el narcotráfico?
Tal vez no es evidente, pero todas las fuerzas políticas del país están jugando sus cartas por estos días para apostar sus fichas a alguna de estas alternativas, frecuentemente a varias. Detrás de las coaliciones emergentes hay todo un entramado de agendas que intentan definir cómo será el país de los próximos diez años.
En todo esto, ¿dónde está el pueblo organizado? desafortunadamente es el gran ausente. La guerra y la paz de los poderosos acabaron prácticamente con el movimiento social con horizonte político y vocación de poder.
Las organizaciones sobrevivientes y las que han emergido hacen esfuerzos valerosos por encontrarle rumbo a la pelea; caminan en círculos y se chocan entre sí intentando dilucidar la eterna quimera de la unidad; caminan y caminan, pero nada que se encuentran. Con un panorama así, un combustible tan potente como la rabia es insuficiente para echar a andar, sólo explota y deja el desastre.
Hoy la juventud es la gran huérfana de la política, pues pese a haber protagonizado el mayor acto político de la historia reciente, está relegada a una burda “agenda social”; lo que debería entenderse como una irrupción en la política (no sólo liberal-electoral, sino de la disputa real por el poder) se tramita como si fuese una suerte de “proceso de reincorporación”: inclusión de forma pero no de contenido.
La fórmula es la de siempre: definir las reglas del juego, establecer lo que es y no político; lo que quede por fuera es reducido a sus características más superficiales: expresión, opinión, vandalismo, dogma, etc. El capitalismo existe por su inmensa capacidad de hacerle creer a millones de personas todos los días que la suya es la única forma posible de vida, que es natural, que lo que se le opone es patológico o decorativo, es decir, por imponer sus reglas en la política.
Así las cosas, ¿qué es el Pacto Histórico? Su nombre da pistas suficientes: es una propuesta de unidad de acción para hacer las reformas más urgentes, tal vez las posibles, ojalá las fundamentales. En el PH cabe cualquiera (sí, cualquiera) que sume en ese propósito, esa es la naturaleza de la unidad de acción: juntarse con enemigos para llegar a una situación más deseable. No es la paz con el enemigo, es la tregua necesaria para la supervivencia.
La segunda vuelta presidencial del 2014 es el mejor ejemplo: comunistas y neoliberales acérrimos haciéndole fuerza a Santos para evitar el ascenso de Zuluaga; cumplido el objetivo, se disuelve la unidad y nuevamente todxs a la pelea. ¿En serio a alguien se le ocurre que personajes como Luis Perez o Roy Barreras de pronto están en las filas de eso que llaman izquierda?
Me parece más sensato reconocer que con ellos, y con otros sectores claramente enemigos, se comparte una pequeña porción de la agenda política, sea por las posibilidades de negocio que abre el cese de la dimensión armada del conflicto o porque también hay sectores de la burguesía nacional que ya no les conviene un Estado débil y un libre mercado sin frenos.
Para hacer síntesis de todo este cuento, las transformaciones estructurales no llegarán por vía electoral, asumirlo de entrada nos evita muchas decepciones; pero si por vía electoral es posible allanar el camino para que ese pueblo se organice.
El asunto es que si no se tiene claro qué le corresponde a que (a la izquierda liberal le corresponde hacer reformas que faciliten la organización para que el pueblo transforme) entonces de entrada la pelea está perdida, porque se ha decidido pelear en el campo del enemigo creyendo que también es nuestro campo.
Por supuesto que es necesario pelear en el campo del enemigo, pero conscientes de que la pelea allí tiene por objetivo la desarticulación del enemigo y no la articulación propia, pues la articulación propia sólo se puede dar en el marco de la política real, no en el marco de la política liberal-electoral.
Es cierto que la nueva Colombia puja por nacer, pero es responsabilidad nuestra que no nazca muerta.