Es una pregunta que mi amiga Bibi repite en los más diversos escenarios: académicos, políticos, comunitarios, en los grupos de amigos.
Y entonces, mucha gente mira a otro lado, o de frente le dicen que ya deje su paranoia, pues la época de la colonización y la esclavización paso hace mucho tiempo y que solo existe en las mentes prevenidas de los activistas afro.
Nada más falso. El sistema de pensamiento y distribución del mundo es, además de racista, hipócrita. Muy pocas personas reconocemos nuestro racismo. Pero tanto en actos cotidianos y personales, como institucionales y culturales es evidente.
El invento de la raza ha sido un poderoso organizador de la vida en el planeta. Nacieron al mismo tiempo poblaciones negras y poblaciones blancas. Antes, solo había seres humanos. A partir del invento de las razas, la mayoría de la humanidad tuvo que dedicarse a demostrar su humanidad, mientras la de la minoría, “los blancos”, se daba por sentada.
A partir de allí, un continente entero fue secuestrado, traficado, reducido a mercancía y todas las poblaciones distintas a “los blancos” saqueadas, violadas y exterminadas. Es por eso que numerosos autores y autoras afirman que las razas no existen, pero el racismo sí.
De la mano de las mujeres del feminismo negro y popular, habitantes en el Oriente de Cali, hemos podido reflexionar sobre la manera colonial de pensar que aún nos habita y sobre la exclusión en sus formas evidentes y sutiles. Hemos podido detectar que hay una geografía de la exclusión, una arquitectura de la exclusión, una historia de la exclusión y múltiples narrativas de la misma.
La manera más evidente de acercarnos a ellas: observar a Cali, la segunda ciudad con más concentración de población afro de Latinoamérica y preguntarse, ¿dónde vive la población afrocaleña? ¿A qué se dedica? ¿Cómo vive? Aparece de inmediato la cartografía de la exclusión: hay una sobrerrepresentación de la población afro en la pobreza, en las “necesidades básicas insatisfechas”, en los empleos más precarios, en las muertes juveniles, en el sistema carcelario. Y por el contrario, una subrepresentación en los escenarios de toma de decisiones, en los cargos gerenciales, en las profesiones de mayor prestigio y alta remuneración, en la historia de la ciudad, en el reconocimiento de nuestros linajes.
Y como las discriminaciones siempre se cruzan, las mujeres negras están más ausentes todavía. Vistas siempre desde los estereotipos, solo las concebimos en roles de servidumbre o como objeto de deseo de los hombres.
Vistas siempre desde los estereotipos,
solo concebimos las mujeres negras en roles de servidumbre
o como objeto de deseo de los hombres
Muy poco ha cambiado para las mujeres que aún en masa asumen el trabajo del cuidado, llamadas las “muchachas del servicio”, “mantecas” o “guisas”, desde la época de la esclavitud. Al ser consideradas menos que humanas, ellas son relegadas a las zonas traseras de las casas, a cuartos que parecen armarios, con estrechas camas de cemento y sin ventanas. Algunos también sin puerta, para permitir el acceso fácil de los hombres de la familia y sus abusos sexuales. Muchas casas y apartamentos de clase media vienen diseñados así, naturalizando con la arquitectura la segregación de la población racializada. En muchas casas viven mejor las mascotas.
En la vida cotidiana se siguen viendo hábitos que refuerzan esta segregación: platos y cubiertos separados, la obligación de comer en las cocinas, un menú diferente al de la familia a la que le trabajan y solo después de que todos sus miembros hayan saciado sus antojos. Si hay visitas, automáticamente pasan a ser también patrones y a dar órdenes. Recientemente se ha puesto “de moda” ver a parejas de distintas edades en centros comerciales, paseando con sus niñeras o trabajadoras en uniforme y estos centros comerciales en respuesta, están adecuando zonas aledañas a las plazoletas de comidas para que las trabajadoras coman aparte, evitando la incomodidad a las familias “bien”.
Las mujeres afro, que son ejemplo de creatividad y apoyo mutuo, han ideado estrategias de resistencia. Se reúnen, conversan, comadrean, se enseñan a negociar, a no dejarse humillar, a imponer condiciones. Cada vez menos aceptan trabajos de “internas” en los que las familias se hacen dueñas de su tiempo, de su tiempo, de sus vidas y les imponen eternas jornadas de trabajo y las desarraigan de su entorno.
Sin embargo, estos gestos de dignidad y cordura de las mujeres afro, son interpretados de nuevo desde la mirada racista como una afrenta a la superioridad de las familias que las emplean. Quiero anotar algunas de las reacciones, para que recordemos a hondura de la discriminación de la que hablamos. Muchas de las patronas (hay que anotar que en esta discriminación muchas de las directas ejecutoras son mujeres) dicen y repiten que “las negras son rezongonas, respondonas, insumisas” He oído decir que prefieren a “las indias, porque son manejables y obedientes”. Incluso hay mujeres que buscan a sus colaboradoras con el criterio de que no se escuche: “Me encanta esta, porque ni se siente” Como cuando se habla de un mueble que ya no chirría. El colmo de esta tendencia lo viví con una familiar muy cercana, quien se quejaba de que la trabajadora de su casa hablaba mucho. Con todo cinismo afirmó: “Mientras se pueden comprar robots, me encantaría una empleada muda”.
Y aunque las mujeres afro logren superar las barreras de la pobreza y el difícil acceso a los espacios académicos, allí encuentran tantas trabas, burlas y violencias, como no logra imaginarse ni siquiera una mujer mestiza. Desde los chistes racistas, las agresiones sexuales, la burla por su acento, sus formas, su pelo, hasta discriminaciones institucionales disfrazadas de aplicación del reglamento que intentan truncar sus aspiraciones. El caso de Leibniz Jirleza Mosquera, publicado recientemente en El Espectador, es un crudo ejemplo de cómo las instituciones, que no reaccionan ante el acoso y la intimidación escolar, lo hacen con especial agudeza en el caso de excluir a una estudiante negra.
Podría seguir enumerando escenarios y formas de violentar, excluir y discriminar desde la ficción de blancura que ha construido esta cultura colonizada: los humoristas que pintan sus rostros, el lenguaje que asume que lo negro es negativo, las pálidas comitivas presidenciales, que no recuerdan que este país es pluriétnico, ni siquiera el día de visitar a un presidente negro. La Academia de las Artes y las Ciencias cinematográficas que durante años no postula actores ni actrices negras y para tapar su error les involucra en el papel de presentadores y humoristas, volviendo a la penosa época en la que los negros eran la diversión del público “blanco”.
Lo que quiero terminar diciendo es que el pensamiento y la vida colonizada están más presentes que nunca. Y que nos corresponde, no solo reconocer dónde escondemos nuestro propio racismo, sino el inmenso aporte en las ciencias, los deportes, las artes y las poderosas resistencias vitales que quedan por fuera al reproducir la mirada y la práctica de la discriminación racial.
P. D. La muerte de las jóvenes argentinas “mochileras” me duele en el alma. El mensaje que se quiere transmitir es inconcebible: “Este planeta no es un lugar seguro para que las mujeres lo exploren. Mejor quédense en casa, y que las mate el marido”
@normaluber