Recuerdo la voz de mi mamá, por teléfono, que era casi incomprensible por el llanto. “Hay muchos muertos, hay muchos muertos.” Lo repetía sin cesar, el 1ro de abril cuando mi gente, mi pueblo de agua y selva se convirtió de la manera más trágica en un pueblo de lodo. Aprendí que la esperanza cohexiste con la espera y el desespero… Todos supieron de la existencia de Mocoa.
Todos los que vivimos después de ese día llevamos un poco de muerte. Algo se nos murió no solo con la avalancha, pero después con la habilidosa forma como tantos mentían con recursos, o como aparecían falsos damnificados de otras partes. Ellos asesinaban las pocas posibilidades de resurrección. Tanto revuelo que se hizo de lo ocurrido, tanto que nos movimos los putumayenses de manera autogestionada, desde abajo, desde las bases, en red con nuestros amigos y familiares, ¡hasta Carlos Vives hizo un concierto por Mocoa! Hoy están sepultados tantos tuits y tanto escándalo de Claudia López, y otros que se le pegaron, diciendo que donaban 5 millones... ¿Dónde carajos está todo el dinero que estaba destinado para nuestro pueblo? Aún con Ministro de Defensa de la región, las redes del poder y la corrupción están tan arraigadas a la médula ósea de nuestra sociedad civil, que esos esfuerzos, con mucha tristeza en mi corazón parecen en vano.
Las piedras que aún se ven en el camino fueron tan aplastantes esa madrugada, como hoy son los disparados índices de suicidio, prostitución infantil, los niños sin colegio y los colegios sin niños.
A medida que han pasado los días, a la par que la gente ha olvidado hablar de Mocoa, se fija en la memoria colectiva las imágenes transmitidas por televisión y los videos publicado en Facebook. Mocoa quedó para el mundo como un pueblo bajo las piedras gigantes, las vías arrasadas, las casas que ya no están. Nadie ve los ríos, el acento sureño, los micos que entran a nuestras casas, los pájaros que suenan en las mañanas, nadie ve el tono burletero de las familias tradicionales, ni los colores con los que los indígenas nos enseñan.
He vivido muchos años en Bogotá, y tuve que soportar el tono burlón con la que otros niños decían que yo venía de mocos, que era una mocosa, tuve que aguantar universitarios pretenciosos preguntándome si Mocoa era la capital de Vichada o si el mar era parecido al de Tumaco. Después de esa avalancha no había alguien que no lo pronunciara bien, no había alguien que no conociera ahora al Putumayo, nadie titubeaba en su pronunciación, y la sensación de escucharlo tantas veces, por tantos lados era simplemente abrumadora.
Nunca nadie habló de mi pueblo, y de momento todos hablaban de él con tanto dolor, con tanto amor, con tanta solidaridad… pero la gran mayoría lo hacía con tanta hipocresía. Hubiera dado todo por congelar un poco los años donde me decían mocosa, y que nadie conociera su nombre, que hubiera sido un pequeño secreto, solo conocido por quienes se han atrevido a conocer el hermoso sur y el piedemonte amazónico, tan mítico, tranquilo e imponente.
La avalancha sacó de todos nosotros lo mejor y lo peor. Vi a quienes los paralizó el miedo y decidieron desconectarse de lo sucedido, pero en estos meses que he vuelto he visto los que hasta el día de hoy no han parado la búsqueda de encontrar todos los desaparecidos. Las cifras no coinciden. Según los reportes del gobierno son 324 muertos que dejó la avalancha, y el Ministro de Defensa dijo esta semana que todavía faltan 70 personas por encontrar. Pero nosotros creemos que son más de 1,000 las víctimas directas. Y a la gran mayoría, que no sabían qué hacer, les tocó seguir haciendo todo como si no hubiera pasado nada. Desde el día siguiente de la avalancha están abriendo su cevichería aún sabiendo que nadie iba a comprar nada. No hacerlo era un manifiesto de rendición, y si la vida habría dado una oportunidad de sobrevivir no se podía contestar al favor cediendo a la tristeza.
Desafortunadamente también vi a las típicas promesas de siempre, las mismas excusas, y más que tristeza me desató una profunda sensación de rabia que poco a poco se fue transformando en furia. No era justo que un departamento como el mío, inundado de riqueza, inundado de guerra, inundado de explotación, inundado de corrupción, inundado de cultura, ahora también tuviera que inundarse de muerte.
Pero el Putumayo es un pueblo que sobrevivió a las casas caucheras, que tiene la herencia inga, kametsa y cofán latente y manifiesta, aunque a veces se nos olvide. Nacimos sabiendo nadar, peleamos bravíamente la incursión paramilitar, el plan el Colombia, aceptamos el reto de la paz, y cada vez somos más conscientes de la maravilla de tener al jaguar mariposo, la danta, el oso de anteojos y el tití león como vecinos. Por ahora podemos seguir sacando pecho, mientras no dejemos ganar la batalla al modelo extractivista, por nuestros ríos verdes cristalinos con peces dentro. Somos ese pueblo, y pintamos nuestras calles de colores recordándonos la fuerza que tenemos que tener, esperando la redención, la liberación del dolor siempre y cuando no se olvide que nuestros muertos pudieron estar vivos hoy, y que para ello no podemos dejar a volver pasar por alto cualquier dirigente que no esté a la altura de nuestras necesidades, pasado y fortaleza.
Después del olvido, de la guerra, y de la avalancha, nos queda una esperanza: la dignidad. Pero no solo puede ser discurso poderoso, sentimiento estimulante y condición de vida, pues también tienen que ser acciones concretas. Acá vinieron y prometieron el cielo y la tierra, pero hoy no han podido reconstruir la mitad de las 300 casas que se perdieron. Por eso seguiremos luchando, porque se cumpla no solo lo que mitigaría la avalancha, sino nuestros derechos dignidad es universidad pública profesional para el Putumayo, es que nuestro hospital José María Hernández deje de ser ese precario lugar con médicos insuficientes y cansados, dignidad es que la mujer putumayense sea rostro de paz y no más de victimización, violación o maltrato. Dignidad es que se reconozca la presencia paramilitar en nuestros territorios y que los muchachos no tengan que estar en la casa temprano porque hay un panfleto que lo diga.
Solo así estas muertes que enseñaron al país como se pronuncia Mocoa, enseñarán cómo se pronuncia dignidad, y solo así sus muertes permitirán otra vida para nuestro departamento. Mientras tanto nos mantenemos firmes en la esperanza. Cuando todo lo que nos prometieron se cumpla, cuando nuestro nombre no sea usado para conseguir votos, solo entonces no le tendré miedo a la lluvia, ni escucharé en mis pesadillas a mi mamá repitiendo “hay muchos muertos”. Solo entonces confiaré un poco en que la institucionalidad, creyendo que puede estar al servicio de las personas, y ahí escuchar hablar de Mocoa no será abrumador, sino que será hermoso y se sentirá una alegría muy triste, pero alegría al fin y al cabo.