Marisol Vasco es vendedora de minutos en la estación de gas La Nave, nos cruzamos con ella de casualidad, cuando nos disponíamos a realizar una llamada para ir al encuentro de la legendaria protagonista de esta historia.
A su tope y a la expectativa de referencias, se nos ocurrió preguntarle si de pronto conocía a quien buscábamos. Su respuesta fue precisa: “Acá en Siloé todos conocen a Chon, y quién no, es porque nunca le ha dado ojo o no es de por acá”.
En su niñez Marisol fue intervenida, al igual que sus cuatros hijos, por Doña Chon para salvarse del ‘ojo secador’, un mal adquirido por la energía que proyecta la mirada de algunas personas de, como ella se refiere: “energía pesada”.
Jesús Peñuela, es otro habitante de Siloé que se benefició de sus dones prodigiosos cuando era niño, al igual que después lo hizo su hija y hace poco su nieta de cuatro años.
Como si fuese este un mal repetitivo que se hereda de padres a hijos sin misericordia, de igual forma parece que la cura siempre es la misma. Prevalece también de generación en generación, tiene nombre, apodo, apellidos y alrededor de 112 años encima.
Se trata de Ascensión Alvarado, mejor conocida como Doña Chon, por los habitantes de Siloé. Algunos con cariño también se dirigen a ella como ‘la abuelita’.
Esta mujer, que a su avanzada edad se jacta de tener una lucidez cuasi intacta y no haber ni siquiera estrenado su carnet de Sisbén, llegó a Cali desde Marmato, Caldas, en 1908, con su madre y dos tíos que vinieron en busca de oportunidades con el auge de la explotación carbonífera en la región.
“Cuando llegamos esto era puro rastrojo, prácticamente llegamos a colonizar este barrio”, nos cuenta tras expulsar una generosa bocanada de humo del Pielroja que sostiene con su mano izquierda, sentada en una silla de madera corroída por el comején, mirando hacia la calle con sus vidriosos ojos azules, que refulgen como estrellas en la noche de su rostro azabache.
En su casa, ya desleída por el tiempo y la humedad, vive con su hija Rosa, sus nietas Jacqueline y Ángela, su bisnieta Andrea y su tataranieta Karin; cuatro generaciones descendentes que hasta hoy la acompañan en las lunas y los soles de su longevidad.
El tono grisáceo de las nubes vaticina un aguacero y Doña Chon murmura “no quiero que se me mojen las gallinas”. Es cierto que aún le quedan fuerzas para ocuparse de un selecto grupo de animales que alberga en el patio de su morada: conejo, cuy, un cuarteto de loros, un trío de gallinas, dos perros y un gato. Todos y cada uno con nombre propio, nombres de los que a veces confiesa no acordarse. La memoria es arisca a su edad.
La conversación con ella resulta curiosa, no solo por su dificultad para oír, sino porque sus recuerdos son distorsionados y se le dificulta mantener la línea temática de manera coherente. A doña Chon toca hablarle en un tono fuerte, por no decir a los gritos.
Al preguntarle por su infancia, curiosamente trae a colación el recuerdo claro de que estudió hasta “primero de bachillerato, en el Colegio Santa Teresita, ahí en la quinta con quinta”.
Seguidamente, nos dice que le había dicho a Daniel (el conejo) horas atrás que se escondiera, que “buscara cambuche, que iba a llover, también le dije lo mismo a mis niñas (las gallinas), porque no quiero que se me mojen”, agrega doña Chon. Una vez más sus aves le inquietan y el tema sobre sus días de niñez se aleja.
No obstante, como complemento de salvación para nosotros está Rosa Valencia, su hija de 67 años, quien cuenta una historia muy peculiar de su madre en sus días infantiles: “Cuando tenía 5 años la santísima virgen se le apareció y le dijo que había venido para salvar mucha gente. Fue acá en el barrio, ella dice que se le fue alumbrando todo el pasto de azulito hasta que vio la imagen”.
Doña Chon aparenta ser muy católica, bendice a todo el que pasa junto a su casa, incluso a nosotros nos percina un par de veces.
Dice que “hay que tener fe en la vida, primeramente en el de arriba. Dios sabe que me sobra voluntad porque pasan los papás con los hijos ya grandes y me saludan muy agradecidos. Le gente me tiene mucha fe y eso es lo importante”.
Su nieta mayor, Jackeline, asegura que “ella no duerme por mantenerse rezando, prácticamente no sé cómo hace pero se acuesta a la hora que yo me levanto, a eso de las 5 de la mañana”.
Rosa cuenta que el don para curar el ojo Docha Chon lo heredó de su Madre, de quien a propósito menciona que falleció a los 121 años. Al parecer la perpetuidad de la edad es una característica inherente a esta familia.
“Mi mamá era la que curaba, yo le aprendí a ella el secreto desde muy chiquita. Al niño le miro los piecitos a ver si tiene uno más largo que el otro, le reviso la mollerita y se la soplo para que se componga. En la mollera está la vida. Antes de envolverlos bien, y para terminar de curarlos, les hago ‘la soba’ con ruda y ajo macho, al rato ya están buenecitos”, expresa Chon.
Según el médico Saúl Arbeláez el tratamiento que los "curanderos" recomiendan para este trastorno es muy parecido al que recetaría cualquier médico tradicional, y que consiste, además de suministrar los debidos antiespasmódicos y antisépticos intestinales, guardar reposo y que el paciente consuma una dieta líquida y blanda durante algunos días.
Sostiene que los médicos convencionales usan un lenguaje científico en un contexto que, en su mayoría, no hace acopio de la actitud científica como estilo de vida y, por el contrario, se inclina más a creer en la espiritualidad y la magia; Entonces, “la persona que cree en cosas como el mal de ojo busca a alguien que hable en su propio idioma y en ese sentido le dé la solución esperada”.
Personalmente y como profesional no cree que sea posible la emisión de males a través de la mirada, puesto que los ojos son órganos netamente receptores y no emiten ningún tipo de sustancia u honda electromagnética.
Así como Marisol y Jesús, no hay habitante del ‘pesebre’ que no haya tenido al menos a un familiar bajo la atención de esta mujer. Personas provenientes de todos los rincones de Cali, de todos los estratos económicos han venido en busca de los prodigios de Ascensión.
Ella diagnostica si el niño padece algún tipo de ‘ojo’, como el ‘bobo’ o el ‘secador’, al examinar, con el tacto, la cerviz y el ombligo de la creatura. Posteriormente, si el paciente resulta positivo, le hace baños con ruda, aguardiente y rezos en su altar.
Se presume de la existencia de tres tipos de ‘ojo’ a saber. El primero es el ‘ojo bobo’, que recibe este nombre porque quien lo padece se queda “como lelo, como en una especie de trance” según las palabras de Amanda Grijalbo, una santera que reside y trabaja en la galería de Palmira.
“También está el ‘ojo secador’, que se reconoce porque la persona pierde demasiado peso en muy pocos días; y Por último está el más verraco de todos. No tiene un nombre especial, pero se dice que al niño se le ha reventado la "hiel" y por eso vomita una sustancia verde; si el enfermo no recibe una atención rápida y adecuada puede morir en menos de 24 horas, por lo que se conoce como el ‘ojo de veinticuatro’, añade Amanda.
Para el presbítero Argelis Villasmil, pastor de la Primera Iglesia Bautista de Palmira, este tipo de fenómenos se aleja de implicar caracteres espirituales y entidades demoniacas, “estas cosas más bien se basan en puras supersticiones de la gente, creencias generadas a partir de mitos que se transmiten en el curso de las generaciones” sostiene Villasmil.
En la casa de doña Chon hay un llamativo altar, un apocado rincón que comprende un Cristo, una cruz mediana de madera y las imágenes de tres vírgenes Marías en porcelana desteñida, cuya pintura alterada por las goteras a través de los años, desdibuja los rostros de las santísimas.
“Soy muy pobre pero no me gano un pan mal ganado, el señor me manda la misericordia por honrada, porque para recoger plata no es que curo el ojo”.
Con persignación dadivosa y un abrazo robusto doña Ascensión nos despide en la puerta de su morada, garantizándonos que estarán siempre abiertas para nosotros, así como para todo el que de ella necesite.