Don Roberto Velásquez Ocampo y el arte de trabajar el cuero

Don Roberto Velásquez Ocampo y el arte de trabajar el cuero

A sus 87 años da cuenta de una vida dedicada al noble oficio de la talabartería, que aún ejerce en su almacén del centro de Bogotá

Por: Ricardo Rondón Chamorro
enero 23, 2018
Este es un espacio de expresión libre e independiente que refleja exclusivamente los puntos de vista de los autores y no compromete el pensamiento ni la opinión de Las2orillas.
Don Roberto Velásquez Ocampo y el arte de trabajar el cuero

Próximo a cumplir 88 años, la vida de don Roberto Velásquez Ocampo, el talabartero en activo más antiguo de Colombia —y seguramente de otras latitudes—, depende hace 13 años de una bombona portátil de oxígeno y de la terquedad sin objeciones de asistir a su almacén, de lunes a sábado, de diez de la mañana a cinco de la tarde, “llueva, truene o relampagueé”.

—El día que usted venga y no me encuentre aquí en mi puesto es porque estaré hospitalizado o cumpliendo a mis honras fúnebres—, dice con voz entrecortada por la fatiga quien en el sector de la marroquinería es conocido de hace más de cuarenta años en el centro de Bogotá (carrera 8° con calle 16) como D’Roberto, el Abuelo de los cueros.

(La condición para esta entrevista es que Don Roberto no puede soltarse a hablar como él quisiera, con todo lo buen parlanchín que ha sido: sus pulmones lo tienen vetado para esos menesteres. De modo que hay que darle sus pausas. Dejarlo que tome aire, que se anime con un pocillo de tinto cargado como a él le gusta, y ahí sí volver para retomar el hilo de la conversación. No más de veinte minutos. De ahí que esta reportería se haya realizado en varias sesiones y con prudentes espacios).

Lo primero que se observa al ingresar al local es la cabeza de un toro de lidia: un castaño astracanado de generosas astas, con la mirada fija en el discurrir de los peatones de la carrera 8°, ese atisbo intimidante de los ojos postizos que los taxidermistas implantan al cornúpeta para perpetuarlo en la memoria de una tasca,  una hacienda, o en este caso, de un almacén de finos artículos en cuero.

Y esta cabeza de toro, don Roberto…

—Era de la ganadería de Dosgutiérrez (encaste Murube). Lo mató Jaime González El Puno, no me pregunte en qué año que ya no me acuerdo. Esa cabeza me la vendió Melanio Murillo en $500, en 1972. Melanio fue tío de Anderson Murillo, uno de los mejores picadores del mundo, vital en la cuadrilla de César Rincón cuando tocó seis veces el cielo de Madrid en Las Ventas. Y lo que vino después.

Velásquez Ocampo, con sus almanaques a cuestas, hace reminiscencias del buen aficionado taurino de época, de aquellos que lucían sus mejores galas en los festejos de la Santamaría, en Bogotá, o en la Feria de Manizales, cuando la prosperidad de los negocios le brindaba la oportunidad de codearse con lo más graneado del selecto gremio: figuras del toreo, apoderados, artistas y empresarios como el recordado médico, ganadero y catedrático don Ernesto Gutiérrez Arango, bastión de uno de los hierros más prestigiosos y laureados de la cabaña colombiana.

—Yo tenía mi nicho de sombra en La Santamaría. Allí vi tardes apoteósicas de Palomo Linares, Dámaso González,  Santiago Martín El Viti, El Cordobés, Pedro Gutiérrez Moya El Capea, José Ortega Cano, Paco Camino, quien señaló la carrera triunfal de César Rincón cuando este era un chavalito, y muchos otros, de los criollos, Pepe Cáceres, gran torero; Enrique Calvo El Cali, y Jairo Antonio Castro, que fue de mis favoritos, y a quien tuve la oportunidad de ver salir tres veces por la puerta grande de la monumental de Manizales. Y, por supuesto, al maestro César Rincón, de quien conservo gratos recuerdos como una foto suya dedicada para mí. A la mayoría de estos toreros yo les repujaba su nombre en las billeteras, en los fundones de sus trastos toricidas, o en cualquier prenda que encargaran.

¿Cuál fue la última corrida a la que asistió?

—No me acuerdo. Los años pasan factura. Y también se cumplen ciclos. Pero me jacto de haber disfrutado de las mejores épocas del toreo, de las grandes figuras, del criterio y la honestidad de los empresarios para sacar un encierro al ruedo, la casta y la bravura de los ejemplares; lo mismo que la seriedad y el romanticismo con que se apreciaba una corrida, y la franca amistad de la afición, que en aquellos tiempos constituía una familia.

Maestro del cuero

Luce don Roberto una fina chaqueta negra de paño, pantalón del mismo color y camisa blanca de cuello sanforizado, vestimenta que al patriarca antioqueño imprime el nostálgico sello de elegancia de los caballeros a la antigua que se disputaban las miradas de propios y extraños en los clubes de postín o en los concurridos cafés como el Aster, el Automático y el Gato Negro, en Bogotá; el Adams, El Polo y La Cigarra, en Manizales; o La Viña, el Londres y el Mora, en Medellín.

¿Siempre ha vestido así de elegante?

—Por supuesto, era una norma a partir de que nos largábamos los pantalones, que era cuando cumplíamos la mayoría de edad (21 años). Ternos de paño inglés, finas camisas y corbatas. Y el calzado, ¡por Dios!, el calzado, de los mejores cueros y unos diseños de concurso. Cuando asistíamos a los toros, éramos el centro de atracción, de los pies a la cabeza. Las damas se fijaban primero en los zapatos. Zapatos finos, como los de mi marca, El Abuelo, que surte mi negocio.

El próximo 8 de mayo, si la Divina Providencia y el clima a su favor lo permiten (como citaban antes los carteles taurinos), don Roberto Velásquez Ocampo cumplirá 88 años, 71 de ellos dedicado a lo que él llama el santo oficio de la talabartería, que aún ejerce desde el mostrador del único almacén que le queda, de varios que tuvo, cuando no moldeando patrones de zapatos, carteras o maletines sobre el papel, cortando llaveros y monederos como obsequio a sus mejores clientes: “Es lo único que me deja hacer el poco aire que me queda”.

¿En dónde aprendió el oficio?

—El de la talabartería, viendo, observando y trabajando con los que saben. Es de la única manera que se aprende bien, porque así se adquiere algo que se ha perdido infortunadamente, y es eso que se llama mística, y que por razón natural se debe implementar en cualquier profesión u oficio, por más humilde que sea.

Yo fui lo que se dice un mil oficios. A los 7 años me sonsacaba los palos de guayabo del vecindario para hacer trompos y venderlos. El viejo Canuto me enseñó a hacerlos. Pero también trabajé en carpintería, en sastrería, en construcción. Nunca pasé por una escuela o colegio, porque la tradición familiar era el trabajo como imposición. Con el tiempo y por mi cuenta aprendí a leer y a escribir, y me fui estructurando a la par con el negocio para quedar lo mejor presentado ante la sociedad.

Y, con el cuero, ¿quién le dio las pautas?

—A los 12 años comencé a trabajar en mi ciudad, Medellín, con Alberto Toro, el mejor correajero (fabricante de correas) que había en Antioquia. Con Toro -siempre me ha perseguido el toro- cursé las preliminares de este bello oficio que deriva de una ciencia, la piel del animal, su textura, su procedencia, su curtiembre, su procesamiento.

Con él aprendí lo fundamental. Más adelante me vinculé con Carlos Uribe, otro teso de la cuerería, quien me enseñó el patronaje y los secretos para fabricar amarros, aperos, gualdrapas  sillas de montar y otros accesorios de caballería. Y luego trabajé con don José Ángel, fabricante mayorista de calzado, maletas, maletines y artículos finos de cuero. Esa fue mi facultad. Y el talento que Dios nos da. Porque uno viene programado para jugársela en esta vida.

Con el transcurrir del tiempo fui perfeccionando las técnicas. En Mesacé, el mayor fabricante de artículos de cuero en Medellín, pioneros desde 1910, cuyos propietarios era don Luis Mesa y sus hijos Antonio y Gilberto. Ahí profundicé en la tecnología alemana: máquinas costureras, punteadoras, desvatadoras, de codo, de galápagos. Esa fue como la graduación, porque de la hechura artesanal, pasé a la manufactura moderna. Y le estoy hablando de los años 40.

¿Cuánto valía en ese año una buena maleta de viaje?

—Aquí conservo el catálogo de Mesacé. Fíjese bien. Espere tantico me pongo las antiparras:

—Mire, una maleta: entre $35 y $75. Puede ver, dependiendo del material y el modelo. Eso varía. Un par de zapatos elegantes, tipo ministerial, marca Corona, de los mejores: $7,50. Una cartera de mujer: $75, finísima, desde luego. Una correa: 50 centavos.

¿Y del calzado, don Roberto?, ¿cómo fue ese proceso de tecnificación?

—Bueno, yo además de todo lo que le he narrado, cuento con la virtud de ser dibujante. Eso lo aprendí de niño, cuando pintaba en retazos de tela o de papel los personajes de las tiras cómicas y las propagandas, como el indio Pielrroja de los cigarrillos. El buen zapatero tiene que ser ante todo un buen dibujante, y esa destreza aplica para diseñar una maleta, una billetera, una chaqueta, una cartera de mujer, etc.

Me doy el lujo de ser talabartero integral, que hoy en día muy pocos hay: el que diseña, monta, corta, cose y enseña. Porque eso hace parte del apostolado: compartir los conocimientos con los que quieren aprender. Así como a mí me enseñaron: con escuadra, compas, metro, regla y jis, que después fue reemplazado por el lápiz industrial.

Se me había olvidado contarle: con todo ese bagaje, a los 17 años yo daba instrucciones a gente mayor en talleres de cuero de Bogotá, con todos los gastos pagos, recomendado por mis patrones. En el año de 1952, con $172, producto de unas prestaciones de la firma Hijos de Darío Mathew, abrí mi primer taller de cueros en Bolívar con Ayacucho, en Medellín. Le puse por nombre RoberVe. Y de ahí me fui como el judío errante porque no supe quedarme quieto en ninguna parte.

¿Y cómo le fue con su primer taller?

—Siendo tan bueno, no me fue como esperaba. Sacaba apenas para pagar arriendo y pagar dos o tres operarios. Por eso me tocó entregar. Regresé a Bogotá en el año 1947 a trabajar con la Colombiana de Maletas, propiedad de don Federico Muñoz, ubicada en la carrera 12 con calle 17. De ahí emigré a Cali, asesoré una fábrica en Ecuador, estuve en Barranquilla, pero no me aguanté el calor, de modo que anclé en Medellín. Y ahí me llevó el Patas porque me casé. Tenía apenas 20 años, y con lo brincón que fui, se me escurrieron las responsabilidades. Mi vida sentimental es como para una telenovela. Por respeto, no me gusta dar nombres de las mujeres que he amado y con las que he tenido siete hijos, dieciséis nietos y doce biznietos.

¿Con quién vive ahora?

—Con la última mujer y con mi hija María Elena que tiene 28 años y es una médica veterinaria brillante. Es la niña de mis ojos. Por ella vengo todos los días al almacén, que es lo único que me queda. Sólo tengo este local. No tengo apartamento, ni carro ni ninguna escritura que acredite una propiedad. No me vaya a preguntar qué hice con el usufructo de tantos años de trabajo que mi vida ha sido como una montaña rusa: de pérdidas y ganancias, pero he disfrutado y he viajado mucho, y he sabido compartir con generosidad lo que he ganado.

¿Cuánto lleva en este almacén del centro de Bogotá?

—En este 2018, voy para los 38 años. Es el único almacén que quedó de una sociedad que tuve con mis hermanos, a quienes les enseñé el arte de trabajar el cuero. Abrimos dos locales en el centro, uno en Chapinero, otro en Medellín. Y al final quedó este, el de la carrera 8° con calle 16. Aquí empecé pagando $57 de arriendo. Hoy pago $2.650.000, más la nómina de mis empleadas, más el arriendo donde vivo. Por eso toca trabajar duro. Y aquí estoy en guardia con mi bombona de oxígeno hasta que Dios disponga.

¿Cuál es para usted el mejor cuero?

—Eso depende de la crianza del ganado, de los pastos, del cuidado y la atención que se le brinde. De los más cotizados, el llanero, el cordobés y el antioqueño, que comprende parte del Chocó y del Urabá. Todo en el ganado tiene servicio. Hasta el hueso se aprovecha en artesanía. La calidad tiene que ver con el salado en la primera etapa, y con la tenería, que es el oficio de despojar el pelo. Es un proceso bien interesante que demanda saber descarnar, dividir, teñir, separar y cualificar colores, desde los más claros hasta los más oscuros, para obtener un material definitivo de óptima calidad.

¿De dónde sale el cuero más fino que ha trabajado?

—Del becerro, por textura y suavidad, con el que se elaboran finas chaquetas, maletines, billeteras y zapatos. Y la cabretilla, que es la piel del cabro, óptima para confeccionar guantes y prendas femeninas.

¿Qué tal la piel del toro para trabajarla?

“Por su textura, es áspera, pero se suaviza con aceites como el tanino, que se extrae del eucalipto. Lo mismo que para teñir y darle perdurabilidad. Cómo será de útil el cuero que del mismo se extraen sebos y aceites para su maleabilidad.

¿Cuál es para usted el zapato ideal?

—El que ofrece la mejor comodidad. Es decir, el que usted, al caminar, siente como un guante. Independiente de modelos y diseños. El cliente se siente a gusto con mi marca, porque nunca se resiente o se maltrata con lo que calza. Y porque trabajo los mejores cueros. Aquí en mi almacén tengo sesenta y dos modelos de artículos diseñados por mí. Yo diseño y envío a los satélites que me fabrican de años, entre ellos Guillermo Henáo y Hernán Mejía, que saben respetar la fidelidad de mi autoría.

¿Cuántos pares de zapatos tiene para su uso?

—Diez pares no más.

¿Y cuál es el modelo que más le gusta?

—El mocasín, por comodidad, y porque ya la edad no me permite agacharme a amarrar cordones.

¿Cuántas generaciones de clientes han pasado por su almacén?

—¡Imagínese!, desde mucho antes de la maricartera y del elegante maletín Marlboro. Por aquí han pasado figuras del toreo, doña Lyda Zamora, cuando residía en Colombia; Rafael Escalona, otro usuario del mocasín, porque tenía el pie ancho; María Eugenia Dávila, fascinada con los bolsos; el exfiscal Alfonso Gómez Méndez, el actor Luis Fernando Motoa, la excongresista Claudia Blum, más reciente el periodista de Caracol Luis Eduardo Maldonado. La lista es larga.

¿La pantufla de paño aún tiene demanda?

—¡Pero claro!, para los viejos como yo, y en climas como del de Bogotá.

¿Cómo lo ha afectado la crisis del cuero y la avalancha desmesurada del comercio chino?

—Mucho antes de lo que nombras, la crisis del cuero comienza con la violencia bipartidista y las bandas de cuatreros y salteadores de fincas, que cuando no era por hurto masificado, por venganza, a machete y fusil, arrasaban con el ganado en las fincas. Los chinos son otra plaga. Ellos truncaron el comercio del zapato regio que se fabricaba en Colombia con los mejores cueros. Zapato de suela, en cuero legítimo y forrado por dentro con el mismo material.

Los chinos lo que utilizan es el bagazo del polímero y la lona más barata para reforzarlo. Por eso es que el producto no dura nada. El mejor zapato, el de calidad y elegancia, como el que yo vendo, tiene que ver con el buen gusto y la cultura de los que saben.¿Quién fue el creador de la famosa y aún vigente maleta de colegio con las vocales impresas?

—Esa maleta la impuso Manufacturas Hungar, por allá en 1947. Yo retomé el modelo con cuero y herrajes de óptima calidad, y todavía la vendo. El precio no es el más cómodo, pero hay gente que la adquiere. Sobre todo los coleccionistas, y algunos ejecutivos empeñados en marcar la diferencia.

¿Qué añoranzas de vez en cuando lo sobresaltan, don Roberto?

—Vea usted, yo no me arrepiento de nada. Lo vivido, vivido. Lo ganado, disfrutado. Lo perdido, olvidado. Nada nos llevamos a la tumba, como para tener que cargar remordimientos. En todos estos años he visto y padecido lo suficiente. Me jacto de haber sido un trabajador incansable, con todos los errores y desaciertos cometidos. Que Dios me perdone.

Pero como buen paisa tendrá sus afectos por el tango.

—Nací en los alrededores del edificio de Coltejer y viví en el popular barrio Antioquia, que colindaba con el aeropuerto Olaya Herrera, donde murió Gardel. Llegué a tener dos mil discos de tango con los que un día y por una quiebra con el negocio del cuero, abrí una cantina entre Lovaina y El Bosque, por la 72. Le puse por nombre Bar Milancito. Ponía los discos en una pianola de cinco centavos que manipulaban compadritos y parroquianos de todas las raleas. Una noche se dieron mañas de abrirla y trastearon con la pianola, los acetatos y hasta el envase de la cerveza. Y como todos los tangos, ese fue el triste final.

¿Qué tangos tiene como predilectos?

—Todos los tangos me gustan porque ellos encierran la gran filosofía de la vida, que no es nada fácil, y que trae más decepciones que alegrías. Por eso me gusta Uno, Volver, Carnaval y Por una cabeza. Son los que más repito.

¿Qué es para usted el amor?

“Como Dios, el amor es una ilusión a la que uno se aferra como una garrapata, gane o pierda.

¿Y la vida?

—La vida se divide en tres partes: la juventud, que es la locura. La adultez que es cuando uno define qué es lo que uno va a hacer con su vida, para bien o para mal. Y, la ancianidad, que es donde uno por fin sabe de dónde viene y para donde va. En la ancianidad se vive de caridad así uno tenga plata, porque se convierte en un estorbo.

¿Y la muerte?

—De la muerte no puedo hablar porque no me la han presentado. Lo único que pido es que cuando sea mi funeral, me entierren con lluvia de sobres para tener con qué respaldar el impredecible viaje. Vaya uno a saber qué tanto necesita uno para sostenerse por allá…

¿Cómo es usted como patrón?

— ¡Ah, no!, eso no se lo puedo contestar. Sería muy presumido darle una declaración de mi parte. Que lo respondan mis muchachas.

Es el momento en que tras mostradores, lo rodean sus colaboradoras de años: Lilia Guerrero, Mery Castellanos y Martha Guerrero. Las tres coinciden que más que un jefe, es un padre. Que de él han aprendido lo mucho que saben de cueros, y de atender un cliente con el respeto y la cordialidad que se merece.

—De él nunca hemos oído un grito o una vulgaridad. Es estricto y exigente, como debe ser. Pero es todo un caballero-, asegura Marta Guerrero.

Son las cuatro y treinta de la tarde y don Roberto Velásquez Ocampo, el Abuelo de los cueros, y el talabartero más antiguo y en activo de Colombia, dice que por hoy ya es suficiente. Se acicala, se ajusta las mangueritas del oxígeno y se prepara a despejar plaza con su bombona.

—No sé si cuando salga publicado esto que usted me está haciendo ya me haya ido de este mundo, pero por si acaso tome este detalle para que nunca lo saquen del llavero- agrega el venerable con su exquisito sentido del humor.

En efecto, es un llavero con su marca impresa, de los cientos que entre charla y charla vive remachando sobre una tablita en el mostrador. Le pregunto a don Roberto que desde cuándo esa costumbre.

—De toda la vida. Es que las manos hay que mantenerlas ocupadas, porque de lo contrario se duermen, se les olvida lo que aprendieron.

Y a paso lerdo, el Abuelo emprende marcha. Atrás quedan los trebejos del arte, los diplomas y reconocimientos que le han otorgado a su trayectoria de empresario, diseñador y talabartero; las vendedoras que lo despiden con un cariñoso hasta mañana don Roberto, que descanse, abríguese bien...

Y la mirada congelada para siempre del toro castaño de Dosgutiérrez.

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