Cuando uno se tropieza con el Manual de urbanidad y buenas maneras que Manuel Antonio Carreño publicó en 1853 y comienza a leer tan particular pieza literaria con la cual se educaron nuestros antepasados, con todo respeto uno no para de reírse. Y no es que la urbanidad cause risa, ni que Carreño haya escrito una pieza de humor; es que es tan excesivo como criticado, inclusive en su momento. Comparar las normas de esa época con las de ahora resulta tan chistoso como preocupante, si se miran los cambios (que no son evolución), desde la involución de nuestro comportamiento. Si bien es cierto que todo extremo es malo (el manual es demasiado represivo), también lo es que hoy se burlan casi todas las normas. Así se entiende muy fácilmente el porqué de la rigidez que alcanzamos a ver en nuestros abuelos y la holgura con la que crecen hoy la mayoría de seres humanos.
El capítulo I del manual es maravilloso porque está dedicado a “los deberes para con Dios”. Aclaro que soy creyente, tengo una profunda fe en Dios y me declaro fan del Papa Francisco, pero es inevitable referirse a nuestros clérigos de hoy. Dice el numeral 14: “Los sacerdotes, ministros de Dios sobre la tierra, tienen la alta misión de mantener el culto divino y de conducir nuestras almas por el camino de la felicidad eterna”. Que lo diga el padre Alberto Cutié en Miami, el cura churro de Univisión que por cuenta de su “culto divino” protagonizó uno de los escándalos más sonados de la Iglesia Católica en los últimos tiempos. Se enfrentó al dilema del amor y el servicio a Dios, y “el amor a una mujer que es un amor sagrado y especial y también deseado por Dios como algo bueno”, según sus palabras de justificación. Lo cierto es que muchos lo apoyaron y “muchas” que pepa tras pepa del rosario también soñaban con él, se defraudaron. Este religioso, ahora sacerdote de la Iglesia Presbiteriana, es lo que se podría llamar el Padre que hoy es padre; por su culto divino ya tiene dos hijos. En este punto, estoy segura de que Carreño ya ni el saludo le daría; más bien pediría su excomunión.
¿Pero quién era Manuel Antonio Carreño? Leyendo el manual, uno se imagina a un cachaco bogotano muy elegante, impecable, con corbatín de pepas, vestido de paño, pañuelo y paraguas con mango de madera; pero no. Fue un ilustre músico, político y pedagogo venezolano —caraqueño para más señas— hijo de un importante músico y una señora de bien, y sobrino del insigne maestro del libertador Simón Bolívar, Simón Rodríguez (Simón Narciso Carreño Rodríguez, por su nombre de pila). Mejor dicho, pareció tener todo para portarse muy bien. Su manual nos sirve de excusa para destacar las “perlas” que en comportamiento y lenguaje vemos hoy en día del presidente de la República para abajo. Aquí van puntualmente unas muy interesantes que les quiero compartir:
Del modo de conducirnos en la calle, dice el punto 1: “Conduzcámonos en la calle con gran circunspección y decoro, y tributemos las debidas atenciones a las personas que en ella encontremos, sacrificando, cada vez que sea necesario, nuestra comodidad a la de los demás”. Quiere decir que debemos pisar, caminar y movernos adecuadamente (acorde con nuestra edad), pero además no mirar a nadie que nos encontremos, ni que esté en las ventanas, ni voltear a mirar a quienes han pasado… ¿Han visto ustedes a algún circunspecto que se resista a los escotes, las ombligueras y las nalgas postizas que pululan en las ciudades colombianas, inclusive en el frío bogotano, pastuso y tunjano? Si antes torcían los ojos ante un cuello de tortuga, ahora voltean la cabeza, se devuelven y piden el teléfono “tributando así las debidas atenciones” de una manera muuuy moderna.
De los “deberes para con nuestros padres” del capítulo II: “Respecto a nuestra obediencia, ella no debe reconocer otros límites que los de la razón y de la moral; debiendo hacerles nuestras observaciones de una manera dulce y respetuosa, siempre que una dura necesidad nos obligue a separarnos de sus preceptos”. Cabe decir que sin duda los extremos no son buenos porque si hoy hay tanta flexibilidad en la educación de los hijos, ¿antes quién hacía una observación de manera dulce y respetuosa, cuando la amenaza permanente de llevar la contraria estaba sosteniéndole los pantalones al papá? El fuete era el “educador” y a ese sí que se le tenía miedo.
Y aquí llego al tema con el que quiero concluir este paseo por la urbanidad de ayer y de hoy: El “de la conversación”: “Nada hay que revele más claramente la educación de una persona que su conversación”, dijo Carreño en 1853. Hoy francamente siento que el concepto está vigente, aunque esté tan holgado, sobre todo en los jóvenes. Pero comencemos por “nuestro lenguaje debe ser siempre culto, decente y respetuoso, por grande que sea la llaneza y confianza con que podamos tratar a las personas que nos oyen, y “en la mujer, la dulzura de la voz es no sólo una muestra de buena educación, sino un atractivo poderoso y casi peculiar de su sexo”. Leyendo esto no pienso en nadie distinto a la Nena Jiménez (q. e. p. d.) y todas sus historias alrededor de una palabra y una expresión que eternizó entre sus ocultos seguidores: el “pingüiñoño” y “tupirle al miriñaque”. ¿Será que Carreño no se hubiera reído, así fuera a escondidas? Miren este otro: “No está admitido el nombrar en sociedad los diferentes miembros o lugares del cuerpo, con excepción de aquellos que nunca están cubiertos”. Qué haría nuestro venezolano amigo con las pompis, la arepa, el pirrín, las puchecas, las chichis, la peluquita, el pirulo…? ”Por regla general deberemos emplear en todas ocasiones las palabras más cultas y de mejor sonido”; menos mal que no está para escuchar a adolescentes, e inclusive ejecutivos muy amigos saludarse “q’hubo marica” o “q’hubo güevón”, o referirse a otros como pirovo, pichurria, caspa, garbimba y gonorrea, por decir lo menos; mejor dicho, el lenguaje que usaban antes los gamines. ¿Y qué tal que oyera los rifirrafes entre el presidente Santos y el expresidente Uribe diciéndose de “rufián de esquina” para arriba, o al procurador Ordoñez —tan ortodoxo— sugiriendo aplicarle vaselina a la reforma a la justicia para que entrara más fácil…? Claro que a mi también me toca mi parte: “Es intolerable la costumbre de hablar siempre en términos chistosos o de burla”. ¿Ven? ¡Lo asumo Don Carreño!
El tuteo es otro punto tan folclórico como de cuidado, aunque no se aborda en el manual está totalmente perdido, o prostituido dirían las señoras. Usted llega a la plaza de mercado o a cualquier almacén y no la bajan de “mami, cuénteme que te provoca”, o en furtivas aventurillas para posar de elegantes algunas mujeres llegan a decir “hágame tuya”, o usted pide una aclaración sobre algo y le dicen “mi amor o papi, venga te cuento”.
Después de leer este documento que rigió la vida de nuestros abuelos para atrás, no me queda la menor duda de que Carreño no hubiera jugado a la botella ni al beso robado, no hubiera bailado mapalé en el colegio, tampoco rumbeado al compás de una sensual lambada o un desparpajado reguetón y menos hubiera tenido de pareja a Miley Cyrus. ¿Ustedes se alcanzan a imaginar tropezarse uno con un ser como Manuel Antonio Carreño? Para él “estornudar, toser o sonarse haciendo un ruido desapacible” era inaceptable, entonces jamás se hubiera subido a un Transmilenio. Tampoco podía bostezar, ni hacer sonar las yucas de los dedos, ni saludar de mano a quienes no fueran sus amigos. ¿Qué hacía entonces cuando estaba malito del estómago en un sitio público? Ni pensar en sus relaciones amorosas y sexuales: “Permíteme darte un ósculo en la mejilla”. ¿Y cómo sería en la cama? ¡Ay no, ni le hubiera dado el chance!
En conclusión, hay cosas que siguen siendo rescatables y un gran aporte, pero otras tan absurdas que —con todo lo que leí— don Carreño, permítame decirle que hoy en día ¡paila!