En la segunda parte de Don Quijote de la Mancha se narran las pesadumbres que el personaje verdadero tuvo que padecer con la aparición de su falso doble, el de Avellaneda, que quiso robar y anular su identidad. Don Quijote se propone destruirlo y para lograr su cometido convierte el libro apócrifo en antihéroe, en personaje libresco, un antilibro, y ciertamente lo aniquila con sus argumentos; por supuesto un duelo entre los dos caballeros sería inimaginable, pues nunca el verdadero le hubiese concedido al falso ese privilegio. Literariamente lo derrota y va hasta con firma de notario, si acaso no le ha parecido suficiente.
Al enterarse de que su enemigo Avellanada ha llevado al falso personaje a Zaragoza, el Quijote evita entrar a esa ciudad —hoy capital de la región autónoma de Aragón— y sigue de largo. De esta manera quiere desmentir y desmarcarse de su rival espurio."En todos los días de mi vida no he estado en Zaragoza", es su razonamiento.
Van a Barcelona, el único lugar fuera de Castilla que Don Quijote visita en su ruta por el norte de España. Llegan de noche a Barcelona y cuando el sol alumbra el día, Don Quijote ve por primera vez el mar. Hombre de tierra adentro, parece no impresionarse demasiado a la vista del monstruo acuático; dice que es "espaciosísimo y largo", lo compara con lagunas de su tierra natal y lo olvida.
Los episodios de Barcelona, trascendentales, ocurren en las postrimerías de la gran novela: en Barcelona Quijote "lo pasa por todo lo alto", como le ha sucedido otras veces en su larga aventura —aunque esta vez será la última—. Lo recibe el virrey de Cataluña y también don Antonio Moreno, potentado de la ciudad. Lo agasajan en grande, lo elogian y se divierten a su costa, el Quijote también.
A nuestro Quijote le va sumamente mal en Barcelona; aún más, es allí donde se produce su final; en la playa convertida en liza, frente al mar indiferente, es derrotado en franca lid por el Caballero de la Blanca Luna. El vencedor —que no puede ser otro que el bachiller Carrasco, el del eterno disfraz— lo obliga a renunciar a su condición de Caballero Andante. Bajo la ley de honor este se despoja de sus "armas" y regresa a la aldea natal; no va ya con sus arreos inmortales, sino en traje "civil", valga decir en el patético ropaje que los emisarios de la "razón", finalmente consiguen imponer. Final dramático, triste, aunque Quijote llega a su aldea como un pollo desplumado, su ficción continúa invencible. Al final pierde, no entra a la muerte loco sino cuerdo.
El Caballero Andante —flor máxima de la vieja Castilla— dice así de la capital de Cataluña: "Barcelona, archivo de la cortesía, albergue de los extranjeros, hospital de los pobres, patria de los valientes, venganza de los ofendidos y correspondencia grata de firmes amistades, y en sitio y en belleza única; y aunque los sucesos que en ella me han sucedido no son de mucho gusto, sino de mucha pesadumbre, los llevo sin ella, solo por haberla visto".
Hoy podríamos agregar: morada de los grandes escritores hispanoaemericanos —hijos del Quijote—, durante los dichosos años 60 y 70, suprema casa editorial, capital de las letras de la lengua española.
Como si Cervantes y su ilustre comitiva —Quijote, Sancho, Rocinante—, en su viaje desde tierras de Castilla a Cataluña, hace más de cinco siglos, así lo hubiesen señalado.
