Busquemos otras explicaciones. Imaginémonos por un momento que esos 70.000 millones de pesos tienen vida propia, que están sentados en algún café bar de Bogotá sin saber qué hacer con su vida. Porque, ajá, todos tenemos derecho a una pequeña crisis existencial.
El día está, digamos, algo frío, el plomizo cielo de la capital decreta lluvia para dentro de unas horas. De repente, don 70.000 millones decide que es hora de dar una vuelta por ahí. Mientras avanza le brota un vago recuerdo de su procedencia: su voz interior le dice que tiene una misión en la vida, que por una simple designación ética su objetivo es llevarle conectividad digital a cientos de miles de niños y jóvenes campesinos de un país llamado Colombia.
Entonces, empieza a caminar, está muy cerca de la plaza de Bolívar, pero, sin saber cómo, siente que lo sujetan fuertemente, lo meten a una camioneta blindada donde lo golpean hasta que pierde el conocimiento.
Cuando apenas recobra el aliento, una mujer de mediana edad le sonríe, le hace ojitos. Él ya huele la cosa y sabe que no es nada bueno. Ella no lo deja hablar, la avaricia le ciega el rostro. Entonces, lo sujeta de las manos y lo mete en una bolsa, que en realidad es una talega con una inscripción de procedencia que no podemos revelar. Tan solo se sabe que es una sociedad tripartita, porque muchos van a comer de ahí.
Ya sin vida, don 70.000 millones es colocado sobre una gran mesa y luego repartido en varias buenas porciones. Él mira esta escena desde fuera, porque se ha desdoblado de su cuerpo. Siente ganas de llorar, pero para qué, si quienes están en la sala han conseguido uno de los grandes sueños de su vida: independencia económica con el menor esfuerzo.
En un juicio sensato hay que decir que la culpa de todo esto es de don 70.000 millones, pues quién lo manda a andar por ahí exponiéndose.
Nota: Alejandro González Santafé es autor del libro Desmurisiones, cuentos y relatos, disponible en la librería México del Fondo de Cultura Económica en Bogotá.