Admitámoslo. Todos somos de doble moral. No hay excusas. Ni falsos moralismos decadentes. Se trata de nuestra naturaleza humana. Ambigua, bípeda, bifronte y hermafrodita en el pensar y actuar según los hechos.
Al extinguirse los metarrelatos la idea de comunidad se resquebraja. En consecuencia, presenciamos impotentes la fragmentación de la sociedad. Nos rasgamos las vestiduras por la debacle de las identidades nacionales, regionales y locales, más sin embargo, hacemos parte del festín de la globalización que nos homogeniza con un código de barras tatuado en el culo. Todos con la misma postura en serie fabricada en altamar —donde no hay ley que valga— y sometidos a los vejámenes del imperio de cualquier filiación monetaria.
En estas ciudades del Caribe de nuestras vísceras, la doble moral se respira con el mismo aire espeso que nos aturde en la resolana de la canícula. Nosotros que no estábamos entrenados para la hipocresía, ahora somos campeones mundiales en la doble moral; desde los comportamientos más simples hasta los más complejos y que tienen mucho que ver con las trascendencias de eso que llaman vida en sociedad.
Bertrand Russell nos recuerda que “la humanidad tiene una moral doble: una, que predica y no practica, y otra, que practica pero no predica.”
Somos de doble moral frente a la desigualdad en la riqueza, las políticas públicas más trascendentales, la contaminación ambiental, el matrimonio entre parejas del mismo sexo, la discriminación racial, la pederastia de la iglesia, el gusto por la marihuana, nuestra admiración por los políticos, nuestro odio hacia la clase política y hasta por la forma de comportarnos en las redes sociales.
Buena parte de las cosas generosas que hacemos, están más guiadas por el reconocimiento y los “selfies” que hablan del tamaño de nuestro ego; que de las transformaciones que provocamos en los individuos que pretendemos beneficiar y convertir en niños rescatados del naufragio mediterráneo.
La humanidad no se cansa de jactarse de su propia megalomanía para invocar la bondad, mientras que con la otra mano aprieta el gatillo de las injusticias. No tiene sentido posar de recto o de probo en las lides del reglamento social; si asistimos impasibles al funeral de la moralidad heredada de los cánones de Occidente.
Nos preocupamos por el cambio climático y el calentamiento global cuando algún político de renombre o Greenpeace, prenden las alarmas y nos demuestran que la catástrofe es inminente. Pero no crean que esa moralidad verde cambia de color tan fácilmente. Son instantáneas que ocurren en el entresijo individual donde reposa la moral. Luego se desaparece entre las dobles fauces de los lobos moralistas y seguimos acelerando el deterioro del planeta con el consumo desaforado, el mar de mierda plástica en el que nadamos y la impasividad con la deforestación de las selvas y bosques en el afán de progreso material.
Hasta hace poco condenábamos en público a los narcotraficantes y paramilitares que cooptaron al Estado regional y nacional; sin embargo, todavía nos regodeamos cada vez que un emergente limpia su nombre y legado y se comporta como un ser resocializado y ejemplar. El agua limpia todo y en este caso, es el agua misma que nos baña después con las impurezas que señalábamos y que al parecer no eran como pensábamos; falsas alarmas de una moralidad mezquina y fuera de tiempo.
No es para alarmarse el hecho de tener doble moral.
La mayoría —sino todos— cargamos con esa condición.
Es casi que algo inexorable.
Por ejemplo, admiramos a nuestros artistas por su creación y legado estético, musical o de otra índole; pero tan pronto nos damos cuenta que sus caídas son profundas y sus contradicciones nos desnudan a una humanidad débil, proclive a las licencias, a los subterfugios del ser en la nada del vacío, entonces retiramos todos los “me gusta” del muro imaginario.
La doble moral entonces, se convierte en un carné sin vencimiento que se expide a cualquiera que ose defender al establecimiento social desde el patronato de las contradicciones: comulgamos con el cura pederasta o departimos con el maestro de escuela de nuestros hijos que es un aberrado sexual en sus penumbras de tafetán.
Ser de doble moral no es malo. Es lo más humano que hemos construido: ambiguo, contradictorio, cambiante y dialécticamente perverso.
Los monjes del Tíbet o los anacoretas del desierto no están enfrentados a los mismos dilemas que un ciudadano de a pie debe experimentar desde el cemento de su cotidianidad de telaraña. La moralidad en doble partida es una jugada maestra de la misma humanidad que no es tonta para castigarse a sí misma con los látigos de las virtudes.
Coda: El conocimiento arruina al amor: a medida que penetramos en nuestros secretos detestamos a nuestros semejantes, precisamente porque se nos asemejan. (E. M. Ciorán, 1960).