No voté por Santos ni en la primera ni en la segunda elección. No fui ni soy santista, y jamás se me ocurriría exculparlo de cualquier maroma dentro del desbocado affaire Odeebrecht. Sin embargo, me aparto de la opinión que califica de manjar para todos los grupos opositores la confesión de Roberto Prieto sobre los afiches de la primera campaña del hoy presidente de la República.
Si la referencia a los opositores toca con el Polo Democrático y el Partido Verde, o con el expresidente Andrés Pastrana y Marta Lucía Ramírez, muy bien. No hay objeción. Ninguno de ellos aparece incurso en las tramoyas del escándalo. Pero incluir entre los bien servidos al Centro ‘Democrático’ es un despropósito, pues el arranque de las coimas ocurrió bajo la Presidencia del señor Uribe (2009), y hay un video de la visita de Marcelo Odebrecht a Palacio siendo don Álvaro presidente, revelado por Noticas Uno. Además, su candidato en el 2014 quedó embadurnado con Duda y sin duda por la transnacional, con visita formal reconocida.
Pero ahí no paran los hechos que le restan autoridad moral al uribismo para explotar la penetración de la campaña Santos presidente por Odebrecht, porque Uribe y sus amigos reclamaron como crédito honroso la elección de Santos con los votos del mesías. Esto es, ellos formaban parte del tinglado del candidato Santos y se les suponía enterados de la estrategia y los pormenores de la competencia, tanto como el propio Santos.
De modo que me importa una higa que Santos terminara también embadurnado, pero que Uribe y los uribistas continúen de árbitros de la moral y de la anticorrupción teniendo tanto lodo encima desde el día en que reformaron el articulito para estrenar reelección consecutiva, es descaro y cinismo. Hay un mosaico de convictos, fugitivos y procesados por cohecho reeleccionista, por chuzadas de teléfonos, por Agro Ingreso Seguro, por parapolítica (“voten mis proyectos antes de que los metan presos”), por falsos positivos y por conciertos delictivos en la Dirección Nacional de Estupefacientes, que hablan por sí solos. Cada vez que le condenaban a uno de sus fusibles, Uribe salía a ponderar la ‘honestidad’ del condenado, pero jamás asumió la responsabilidad política que le cabía por el descalabro que el pupilo causaba bajo su sombra protectora.
Los uribistas estuvieron detrás de la campaña de Santos,
y no vieron, ni entonces ni antes de destaparse la olla maloliente,
el elefante que vino del Brasil con moneda dura en la trompa
Todos estuvieron, pues, detrás de la campaña de Santos, y no vieron, ni entonces ni antes de que el Departamento de Justicia destapara la olla maloliente, el elefante que vino del Brasil con moneda dura en la trompa.
La falsa mansedumbre con que Uribe y los uribistas asumen el papel de ‘perseguidos’ de la Justicia es cómica y deleznable. A esa justicia ‘perseguidora’ le dejó como herencia el señor Uribe dos boquetes vergonzosos: la Sala Disciplinaria del Consejo Superior de la Judicatura que protagonizó el carrusel de las pensiones y el prominente doctor Jorge Pretelt Chaljub, el granujo que le arruinó la imagen a la Corte Constitucional. Los unos y el otro fueron ternados por él sin remordimiento.
Los actos sospechosos y oscuros del uribismo delatan un divorcio con disolución del vínculo entre Uribe y los uribistas pecadores, puesto que como presidente ejerció una forma de gobierno que nació con él y que en él sigue simbolizándose como jefe de partido. Todo lo pecaminoso era obra de las orondas ruedas sueltas que operaban sin supervisión ni control del jefe, quien se yergue en la órbita procera del patriotismo criollo mientras sus palafreneros purgan penas o sufren exilio en homenaje a su marcha ‘impoluta’ por la vida pública.
Carece de autoridad moral el caudillo que así actuó y actúa para pedirle la renuncia a un presidente que aprendió de él a desconectarse de sus alfiles transgresores. No hay diferencia entre Óscar Iván Zuluaga respecto de Uribe y Roberto Prieto respecto de Santos. Un modelo perfecto de división del trabajo.
No todos los 45 millones de colombianos somos idiotas.