Esta pintura relata el momento en el que Apolo besa a Dafne, quien está a punto de convertirse en laurel.
Aparte de los laureles, la mitología y los amoríos de los dioses, esta pieza nos da a entender lo insoportable de una mujer en la lejanía.
Es la lejanía lo que la hace invisible. Por momentos se destella una pizca de su imagen armoniosa, nos impacta un golpe cósmico que nos recuerda que es visible, pero no es suficiente, la lejanía duele, pero no duele tanto cuando destella.
Y el destello se hace visible a través de la recordación del beso, ese último instante en el que se funde nuestro amor, nuestra pasión, toda nuestra visibilidad, y que se continúa con la estúpida caricia, que es el premio de consolación antes de que los dos amantes se alejen y simulen no haberse conocido nunca.
El beso siempre se acompaña de ojos cerrados, que son el simulacro antes de la lejanía, la oscuridad y el vacío, se trata del juego de la incertidumbre de abrir los ojos y depronto: BUM! Ya no está. Pero para eso nos preparamos, para la soledad. Y la soledad no es nada más sino que lejanía, ojos cerrados e incertidumbre.
Pero nos preparamos, nos preparamos para la muerte desde antes anunciada y no nos importa: simulamos, amamos, besamos. Y cuando el simulacro se hace realidad, cuando al abrir los ojos ya no está, entonces recurrimos a la recordación del beso y esa recordación es como el beso de Apolo en el que nuestra ninfa, en el último instante, se convierte en laurel.
Yo tengo ese laurel guardado en el bolsillo de mi camisa que está arriba del hígado y a la izquierda.