Seguramente les pasa, se mete una palabra en la cabeza y ahí se queda por unos días. Como con tantos asuntos de la mente, no entiende uno lo que hace la “loca de la casa”, cómo llega esa palabra, porqué se queda ahí. A mí me gusta pensar en las palabras, averiguar de dónde vienen, cómo se traducen. Eso nos define en buena parte como especie, como individuos, la capacidad de razonar que está mediada por el lenguaje. Tantas veces usamos mal las palabras porque no dimensionamos bien su poder. Probablemente, es una de las decisiones más transformadoras que uno puede tomar en la vida: observar las palabras que usa, el orden que les impone, la puntuación, la intención que lo motiva al escogerlas. Ensayen hacerlo por unos días, en las conversaciones con familiares y amigos, en lo que piensen en la intimidad de su mente, en lo que escriban. Es muy placentero expresar lo que uno quiere, lo que uno siente, lo que uno piensa, con las palabras adecuadas. Y difícil.
Llevo días con la palabra “distopía” en la cabeza. Creo que vino cuando empecé a ver las cifras de contagios de los últimos días mientras escuchaba los discursos que anunciaban que se vendría la apertura total de las ciudades, del país. Al momento de escribir esta columna, en Colombia se rompían los “récords” de números casos de covid por día, los números de fallecidos, el porcentaje de pruebas positivas. Estamos en el peor momento de la pandemia, más de un año después de su inicio. Con las cifras que tenemos ahora, en cualquier país desarrollado habrían decretado una crisis nacional con la mayor alerta posible. No hay nada de nuevo en eso, por supuesto, es justamente la definición de ser un país subdesarrollado: vivimos el día a día en una “normalidad” que sería dramática en otros lugares. Ni es, tampoco, una tragedia colombiana: para ir bien lejos, en la India, están también en su peor momento.
Cuando se anidó la palabra “distopía” en mi mente, me di cuenta que no sabría definir exactamente qué quiere decir. El corrector de Word la subraya como un error: me hizo dudar, por un instante, si realmente existía. Ese es otro buen ejercicio, intentar definir las palabras que usamos. Sí sabía la “utopía” de Tomás Moro (novela que no he leído y que, a lo mejor, debería). La RAE define “distopía” así: “representación ficticia de una sociedad futura de características negativas causantes de la alienación humana”. Es una definición difícil porque no es obvio qué es “la alienación humana”. Me gustó más esta idea tomada de Wikipedia: “la distopía o antiutopía es una sociedad ficticia indeseable en sí misma. El término, procedente del griego, fue creado como antónimo directo de utopía, término que a su vez fue acuñado por santo Tomás Moro y figura como el título de su obra más conocida, publicada en 1516, donde describe un modelo para una sociedad ideal con niveles mínimos de crimen, violencia y pobreza. Las distopías a menudo se caracterizan por la deshumanización, los gobiernos tiránicos, los desastres ambientales u otras características asociadas con un declive cataclísmico en la sociedad.”
Colombia avanza en uno de los momentos más difíciles de su historia sin líder. Me refiero, evidentemente, a Iván Duque, a su ausencia. Pero no lo digo a manera de juicio, ya empieza a haber cansancio con un diagnóstico que es tan fácil como inútil: Duque no es un líder, no tenía la experiencia de vida ni la formación para ser presidente y el trabajo le queda grande. Esa observación la comparten hasta los miembros de su partido y los burotecnócratas que ya empiezan a renunciar buscando acomodarse en las campañas políticas con más chances. El diagnóstico es inútil porque, más allá de desahogarse, no resuelve ningún problema. Quizás vale la pena pasar a mirar otras preguntas: ¿Qué buscamos en un “líder”? ¿Qué papel juegan los líderes que no tienen poder político en el sentido formal de la política? Por ejemplo, la ansiedad por tener líderes es evidente cuando se le pregunta a Egan Bernal por su análisis del paro y del país, se le exige a Falcao que no hable de fútbol sino del abuso de poder, se crean “influenciadores” en Tik Tok. Es inevitable, nuestra historia evolutiva ha necesitado de sociedades jerárquicas en dónde unos individuos ocupan posiciones que les permiten tener mayor influencia. Pero la evolución no es una condena, ni una asesina de la razón: vale la pena pensar entonces en el papel de los líderes y qué es lo que queremos de ellos.
Lo digo porque la decisión de abrir la sociedad mientras estamos en el peor momento de la pandemia necesita de una explicación. El líder, el de verdad, ofrece explicaciones cuando sus decisiones afectan la vida de todos. Desde que cerró la casa estudio de la Casa de Nariño, Duque no explica nada. Da reportes de a quién se ha capturado, anuncia operativos militares, felicita deportistas, pero no explica nada. Para dónde vamos, por qué, cuáles son los costos de ese camino, los beneficios. Claudia López lo hizo: dijo que la sociedad cambió de prioridades, que ya el tema más importante no es el cuidado de la velocidad del contagio sino la reactivación de la economía y la canalización con políticas públicas de las demandas sociales del paro. Puede estar de acuerdo o en desacuerdo con esa posición, pero, al menos, hay una posición.
Quizás es lo único que podían hacer los líderes que tenemos. Abrirlo todo y confiar en que vendrá lo mejor. No hay duda que es mucho más fácil escribir columnas que tomar decisiones que afectan la vida de millones de personas. Pero, tampoco, debe haber duda que en una sociedad democrática quiénes tienen poder tienen la responsabilidad de explicar cómo lo usan. Mi gusto personal es ese: quisiera líderes que expliquen cómo piensan, cómo entienden un problema, qué principios rigen su toma de decisiones, cómo corrigen el error.
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La movilización masiva es política del siglo pasado, habría formas modernas mucho más poderosas de compartir una agenda política sin promover aglomeraciones en este momento
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La distopía anidada tiene más ingredientes: parece que va a haber una Copa América en Brasil cuando la pandemia está arrasando con el país y, lo más triste, empieza a afectar de manera desproporcionada a los niños. Un señor en una Porsche atropella a una manifestante y luego lo justifica diciendo que estaba de afán. El comité del paro, que tendrá grandes dificultades para convocar a las mayorías si no hace un esfuerzo por explicar su agenda política, anuncia la toma de Bogotá. La movilización masiva es política del siglo pasado, habría formas modernas mucho más poderosas de compartir una agenda política sin promover aglomeraciones en este momento. Probablemente nada reemplace la emoción y el impacto que producen un grupo grande de seres humanos reunidos en un solo lugar, gritando la misma arenga, pero si hay un momento para pensar en otro camino, es este. Los que más van a sufrir con más bloqueos y más enfermedad, son los pobres. No creo que, justamente, por una utopía futura valga la pena arriesgar a más personas en aglomeraciones. “Los tibios son paracos”, leí esta mañana en una pared.
La distopía va también en los detalles: cierro esta columna, de fondo veo a Roger Federer, uno mis ídolos de infancia, ganar un partido de tenis, como hace más de veinte años, jugando un poco más lento, pero con el mismo estilo. Dudo, por un momento, si es un vídeo del pasado o si Federer en realidad es un robot. El estadio vacío en París confirma lo inusual de estos tiempos. Allá, en dónde no hay ninguna cifra de la pandemia siquiera cercana a las que tenemos nosotros ahora, no permitieron público en el partido. Sería peligroso para la vida humana. Elena, mi hija, corre de lado a lado, con sus dos años, y pienso en eso, en esta distopía, y en lo bueno que siga corriendo sin enterarse. Ya le tocarán otras, espero.
@afajardoa