Después de escribir esto, presumo que más de uno va a estar pidiéndole a Dios que me parta un rayo en dos. Hablar de ser ateo es un veto social, y si bien es respetable la posición de cada uno en cuanto al grado de creencia en Dios, de lo que sí estoy completamente seguro es de que en asuntos de negocios, definitivamente lo soy y pienso que todos lo deberíamos ser.
Es una costumbre normal de muchos en nuestro sistema capitalista y financiero, porque nos educaron así, que cuando se gesta un negocio se piense y exprese la frase “en Dios confío”, como si no existiera forma alguna de manejar los negocios sin el previo aval de un ser superior o si este debería darnos una mano de auxilio en el caso de una crisis o fracaso.
Lo percibimos en todos los campos. En el negocio del fútbol, por ejemplo, es evidente ver por televisión a los jugadores de ambos bandos antes del partido encomendándose a Dios para triunfar en primera instancia: el delantero para hacer goles y el guardameta para que no se los hagan. Quizá Dios se vea en aprietos para salir de ese embrollo. Al final, ganen o pierdan, “se hizo la voluntad de Dios”. No obstante, y a pesar de haberse dado la voluntad divina, se destituyen técnicos y se prescinde de jugadores que no generan espectáculo ni dinero al negocio, como si Dios lo quisiera así. Unos triunfan y otros fracasan.
Así como se sabe que la Iglesia y el Estado deben estar separados o que la ciencia y la religión solo pueden coexistir de manera paralela, la religión también debe estar separada de los negocios. A Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César.
Sin embargo, es un hecho que la unión entre religión y negocios es muy estrecha. El papel de la fe es determinante en todos los aspectos de la vida; quizá por temor, inseguridad, desconocimiento en si de la verdadera capacidad y potencialidad del ser humano y la necesidad de tener garantizado el éxito. Todos estos ingredientes constituyen el caldo de cultivo para plegarias, veladoras, infinito número de iglesias de garaje y bodegas, centenares de curas, pastores y predicadores mercaderes de la fe.
Este apego religioso se exaspera en tiempos de crisis personal o familiar, cuando se siente que no hay más que acudir a una “ayudita divina”.
La mezcla malsana de religión y dinero es evidente y se caracteriza por traducir los pensamientos de la fe al mundo de los negocios a través de dos premisas:
La primera es la convicción de que “pase lo que pase, Dios proveerá”, convencidos de que siempre habrá un ser superior dispuesto a rescatarnos del problema. La segunda es la aceptación y justificación de que “por algo pasan las cosas”.
Ambas premisas son peligrosas porque nos libran de la responsabilidad final de nuestro desempeño en los negocios y demás actos de la vida. Dios se convierte en el financista, el prestamista, el codeudor, el salvavidas de última instancia. Si nos va bien es porque Dios nos ayudó; si nos va mal, porque él lo quiere así.
La religión y los negocios deben estar separados desde la raíz o se pueden convertir en una mezcla letal. Es una cuestión de simple realidad: la religión y todo lo que la rodea tiene que ver con la fe ciega e incuestionable. Algunos dicen que es una rama de la ciencia ficción. Mientras que los negocios y las finanzas tienen que ver con una ciencia real, con una permanente búsqueda de información, el análisis de un mercado, un DOFA, unos objetivos, estrategias y un cuestionamiento permanente de nuestras acciones.
¿Se puede ser una persona de fe al mismo tiempo que se mantiene este aspecto separado de los negocios personales? Definitivamente sí. Solo es cuestión de ordenar nuestros esquemas mentales y enfocarse en cada aspecto de la vida en lo que se requiere hacer.
Al final, si usted no está de acuerdo y lo que desea aún es que me parta un rayo, al menos, déjeme sugerirle que podría rezar por la salud, rezar por el amor, rezar por el bien de la humanidad y planear para los negocios.