Hoy que justo estamos viendo a líderes políticos como Bolsonaro en Brasil, Trump en Estados Unidos o Duterte en Filipinas, solo por mencionar algunos, ondear la bandera de la lucha por los valores cristianos “perdidos”, comprobamos más que nunca antes, al menos en el llamado “mundo occidental”, así ese concepto entrelace lugares tan distantes del planeta como Japón con Argentina o Australia, que el fanatismo religioso no solo prevalece en Oriente o África con los fundamentalistas, sino que lo tenemos aquí y ahora.
La humanidad ha sido testigo de cómo la dupleta Dios y la política —desde la inquisición española, o la del mismo Enrique XVIII en Inglaterra, y más recientemente en nuestros tiempos con los yihadistas del fallido Estado islámico, los musulmanes fanáticos en Siria, Afganistán, Egipto, Irak y Sudán, sin mencionar otros tantos— ha terminado junta para provocar horrendos crímenes y masacres contra comunidades enteras, violación de los derechos civiles de ciudadanos, opresión y escarnio; donde el triunvirato Dios, política y Estado, decide gobernar con la Biblia en la mano y no con la Constitución.
Estos fanáticos le adjudican a Dios mandatos divinos como “esa es la voluntad de Dios”, cuando un fundamentalista se va a inmolar ante una multitud, o el saludo desencajado “que la paz de Dios esté contigo”, cuando acaban de cometer un acto terrorista.
Esto es al otro lado del mundo.
Pero por estos lados, donde somos más “civilizados”, y por ende pertenecemos al alineado “mundo occidental”, estamos viviendo señales donde poderosos dirigentes delirantes, se abogan para sí mismos en nombre de millones de sus gobernados, el derecho y mandato de imponer criterios y “valores” que ellos creen perdidos; así esa cruzada como la deben ver, implique usar la fuerza y torcerle el cuello a lo que las constituciones de sus países tienen establecido.
No debe haber mucha diferencia entre infringir una muerte cruel contra los “infieles” allá en el otro lado, a violentar los derechos humanos y civiles en este lado, en nombre de Dios allá, y de los “valores cristianos” acá.
Tampoco debe haber mucha diferencia ideológica o religiosa entre un gran “cristiano” como Bolsonaro que prefiere ver a un hijo suyo “gay” muerto en un accidente o “aniquilar”, no se sabe cómo lo quisiera él, a los “izquierdistas” o ciudadanos que piensan diferente a muchos; o un confeso “creyente” como Trump que odia a todos los extranjeros y no los quiere en su país o que trabaja incansablemente porque los estadounidenses porten armas para que se puedan matar entre ellos; o un Duterte presidente de Filipinas que de niño fue monaguillo y de adulto un fiel asistente a la misa, que ordena a su policía asesinar a los delincuentes e instiga los ciudadanos a matar curas; o aquí no más en nuestro país, un Álvaro Uribe quizá el primer y más ferviente creyente en Dios, sus diez Mandamientos y en la Santísima Trinidad, asiduo asistente a la misa dominical con escapulario en mano, defensor fervoroso de la familia, pero de las más pudientes, y que durante sus dos gobiernos fueron asesinados se calcula que diez mil jóvenes en los llamados “falsos positivos”, y que nunca se ha sonrojado por ello; o un Alejandro Ordóñez el gran monseñor que desata desde su altar el odio, la condena y envía a la mismísima hoguera a quienes no se apeguen a las páginas de la Biblia, así sus actuaciones personales vayan en contravía de sus sermones.
¿Qué diferencia vuelvo y reitero, hay entre todos estos, con los miserables psicópatas asesinos fundamentalistas del otro lado?
A todos los impulsa e inspira lo mismo: el poder. Así para conseguirlo y mantenerlo haya que apelar a “la voluntad de Dios”, y por ende, a un “mandato divino”, cual es exterminar a los paganos e infieles y preservar los valores cristianos, por supuesto en ambos bandos usando la maldad, las violaciones y dejando ríos de sangre derramada.
La fe se ha convertido en un tema subjetivo en nuestro tiempo.
Hoy podemos ser ejemplares ciudadanos y creyentes en Dios, y al mismo tiempo seguidores de políticos fanáticos y fundamentalistas —por aquí también los tenemos— que pregonan el odio, el apartheid y la venganza; no debería verse mal, solo hay que verlo como un “programa político”, porque ya sabemos “el que reza y peca empata”, o sea, siempre habrá absolución política, así esta no venga de Dios, o para ser coherentes, “esa es la voluntad de Dios ” y todos estaremos perdonados.
Se vienen seguramente tiempos muy difíciles. Llevamos mucho tiempo viendo una guerra frontal entre los Estados y los males convencionales, en la que casi todos estamos de acuerdo todo sea por preservar nuestras sociedades; pero estamos ad portas de presenciar el efecto y accionar de una legión de gobernantes que quieren volver al oscurantismo y al medioevo, hibernando una guerra o nueva ola de violencia cuyo origen es el fanatismo religioso, el cual hemos visto que ha logrado hacer en el otro lado del planeta: Muerte y destrucción en “nombre de Dios”, con un detonador peor, daría cabida para el nacimiento de un laicismo que estaría dispuesto a dar la guerra también.
Pero como anestesiados, creemos que solo el caudillo está allí de pie arengando, que se subió a su podio solo; y no nos damos por alertados que subconscientemente somos nosotros mismos los únicos que les damos el poder, somos “las bases” de ese fundamentalismo que va como una gigante y letal armadura destrozando ideas, creencias, opiniones, conciencias y la propia vida.