Montaje fue el que se pretendió armar metiendo por el sótano de Palacio al exparamilitar Job para desprestigiar al magistrado auxiliar de la Corte Suprema de Justicia que instruía los procesos de la parapolítica. Lo supo el mundo, pero el único habitante de la Tierra que no se enteró fue el presidente de la República, porque sus subalternos obraron solitos, sin orden superior, con la inquebrantable obstinación de hundir al magistrado para que los sindicados por las alianzas con los comandantes de la contrainsurgencia salieran indemnes de la empapelada judicial que los cercó.
Por ese solo antecedente, los integrantes del Centro Democrático deberían erradicar de su vocabulario político la expresión montaje, con mayor razón en una encrucijada que mortifica a su jefe con un ir y venir de testigos, incriminaciones, retractaciones, intermediaciones e interlocuciones cobijadas por un silencio que cesó con las interceptaciones decretadas a raíz del proceso adelantado contra el senador Iván Cepeda por denuncia que contra él presentó el expresidente y senador llamado a indagatoria por soborno y manipulación de testigos, según se desprendió de los audios obtenidos en el proceso contra su denunciado.
El Uribe que fue grabado hablando con el ganadero Juan Guillermo Villegas, y que se relacionó con el abogado Diego Javier Cadena, defensor de facinerosos y narcos, no es el mismo de “la confianza inversionista” y de la Comandancia en Jefe de las Fuerzas Militares. Disimuló a la perfección el contraste entre una vida pública por lo alto y otra no tan encopetada con ese trasmundo de ejecutores y ahora testigos de hechos escabrosos. ¿Conciben los lectores a Olaya Herrera, López Pumarejo, Eduardo Santos, Alberto Lleras, Carlos Lleras, Laureano Gómez, Mariano Ospina Pérez, Guillermo León Valencia, Misael Pastrana y López Michelsen reproducidos, con su propia voz, en circunstancias tan comprometedoras?
Disimuló a la perfección el contraste entre una vida pública por lo alto
y otra no tan encopetada con ese trasmundo de ejecutores
y ahora testigos de hechos escabrosos
Claro que no, porque es otra la época. A la luz del sol la vida pública, y la privada en la penumbra de las maquinaciones sórdidas, fue un arte que en Italia patentó con éxito resonante el ex premier Giulio Andreotti, otro ser sobrenatural que creó un maridaje singular entre la Democracia Cristiana y los padrinos de la Cosa Nostra, con la ventaja de que el régimen parlamentario le permitía las reelecciones en cuerpo propio. Las máculas le rechinaban al jefe. Igual que el preso Pardo Hasche dijo que “Dios es Uribe”, los italianos decían que Dio e Giulio.
El embrollo del senador Uribe es jurídico y no político. La pieza procesal que lo señala proviene de su denuncia contra el senador Iván Cepeda, quien la hizo pública durante su cara a cara con el expresidente. Uribe halló lo que no buscaba, por pugnaz y pendenciero. De modo que descalificar por anticipado a la Corte, como lo hacen sus adoradores y uno que otro columnista lambón, es salirse del carril. Sin embargo, a Uribe no le pasará nada y, si le pasare, el borrón de otras tantas horas de grabación en los “sofisticados y herméticos softwares de la Fiscalía”, paliará una eventual sanción. Cuando los falsificadores son de adentro se prohíbe investigar. ¿A quién le convenía el paso del liquid paper por el material grabado?
Esta vez la aborrecida impunidad será una bendición del cielo.
Pero por los lados del expresidente y su defensa eligieron la Justicia como espectáculo político y mediático: ruedas de prensa, comunicados ambiguos, declaraciones extensas a la radio, recusaciones y el coro partidista alabando la santidad del investigado. Ellos también creen que “Uribe es Dios”. Quevedo diría que rumia luz en campos celestiales, y si llegaren a pillarlo en flagrancia Palomita Valencia gritará con delicada coquetería: “Déjenlo, que él es sonámbulo”. Se les aplaude que alboroten, desde sus reclinatorios, el instinto de sus fieles seguidores, aún a riesgo de caer en la abyección.
Sin ser un actor de escuela, o tal vez por eso, Uribe merece un Oscar de la Academia por el resto de sus días. No hay acontecimiento que protagonice en el que no salgan a relucir sus dotes histriónicas, de prestidigitador y, sobre todo, de acróbata impecable. Con la misma soltura brillaría representando una tragedia de Esquilo que una comedia de Aristófanes. Su rostro no desluciría, por consiguiente, en el Museo Romano de Máscaras del siglo II.