Diomedes, historia de un adicto a las apuestas

Diomedes, historia de un adicto a las apuestas

De cada 100 colombianos 3 sufren de ludopatía. ¿Qué está haciendo el Gobierno para combatir esta enfermedad que lleva a la quiebra?

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octubre 01, 2013
Diomedes, historia de un adicto a las apuestas

Era la primera vez que Diomedes Hernández faltaba a su palabra. Había perdido diez millones que no eran suyos en un casino, ya tenía más de setenta millones en deudas y no encontraba salida a su problema. Ese 28 de julio de 2012, a las cuatro de la mañana, hizo una maroma en el carro y observó el vacío con ganas de lanzarse.

Por alguna razón que él no se explica, así como no se explica todos los regalos que la vida le ha dado en sus 41 años, Diomedes llegó tarde a casa, como era habitual. Desde hace ocho años es el encargado del servicio al cliente en uno de los bares más reconocidos de Bogotá.

Lucía pasmado, estaba sin estar.

—Primo, ¿usted tiene diez millones de pesos que me preste?—preguntó por celular al despertar el día siguiente.

—¿Es un chiste, verdad?

 —No.

—Vea, yo a duras penas sé quien es usted. Desde que murió mi papá hace quince años no nos vemos. No tengo esa plata y no se la puedo prestar.

Diomedes se enfureció. ¿Qué creía acaso? ¿Que él le iba a quedar mal? El primo tenía una empresa y debía estar bien con las finanzas. No podía creer, en medio de su angustia, que no le prestara el dinero.

Más tarde fue al bar donde trabaja y caminó por todas partes buscando ayuda. Al llegar la noche, se rindió. Decidió no insistir más. Quería descansar, volver a casa.

—Ay, ya que es quincena y llegaste temprano—dijo su esposa, gratamente sorprendida—, ¿por qué no vamos a comer algo y luego salimos a hacer mercado, que ya se está acabando?

—No, no, no... Yo estoy muy cansado—se apresuró a responder. Recordó que su cuenta estaba en ceros. No solo había apostado los diez millones que tenía en mente, cifra que su jefe le había confiado para ser entregada en una sede de la empresa como pago a los empleados, también se había jugado los dos millones trescientos mil que le pagan quincenalmente.

Cuando ya su esposa había desistido de salir, Juan José, su niño de cinco años, el menor de sus tres hijos, empezó a toser. Tosía y tosía. Era necesario llevarlo a un médico.

—Dame plata para llevar al niño al médico—ordenó la esposa.

—No tengo efectivo.

 —Entonces dame la tarjeta.

 —No tengo la tarjeta.

La mujer de Diomedes lloró, se imaginaba lo ocurrido.

—¿Volviste al casino, verdad?

Diomedes ya no pudo seguir mintiendo. No del todo. Le contó que se había gastado lo de la quincena, 
pero no que había perdido el dinero de la compañía. Aunque en ese momento no pudo contarle todo a su señora, tomó la decisión de hablar con la contadora de la empresa. La llamó y le dijo toda la verdad. La contadora escuchó anonadada. Ella y todo el personal ofrecieron prestarle el dinero para que lo sucedido no llegara a los superiores. Él no aceptó. “Hice lo único cuerdo que he hecho en estos ocho años de adicto: les dije que no me dieran un peso, que era mi deber hablar con el gerente”, recuerda hoy Diomedes, quien aquel 28 de julio y en muchas otras noches de juego, esperó que algo lo hubiera ayudado a reaccionar, a hacer una pausa que le impidiera quedar en bancarrota. No encontró nada que lo detuviera, pero según un decreto del distrito, sí debió haberlo encontrado.

Las regulaciones desreguladas del vicio

En 2008 fue presentado por la concejal Soledad Tamayo, del Partido Conservador, un acuerdo que buscaba regular la actividad de los casinos. Inicialmente se pretendía evitar que en el interior de estos lugares se consumiera alcohol, restringir el ingreso
a menores de edad y obligar a los administradores a poner un anuncio que rezara: “El juego de azar, en exceso, es nocivo para la salud mental”. Cuando finalmente se aprobó, en el 2009, el acuerdo sólo pedía situar a la entrada de los casinos y en cada máquina de juego el anuncio descrito. Sobre lo demás, nada. Luego,
en el 2011, el acuerdo se convirtió en un decreto que establecía que el anuncio debía ser grande (2x1.5 metros en exteriores y 4x8 centímetros en máquinas) y, demás, visible (laminado en un adhesivo brillante).

Diomedes nunca vio los letreros. Aunque algunos casinos sí los han puesto, estos suelen estar camuflados entre atractivos anuncios de promociones y espectáculos. De 15 casinos visitados para este reportaje, solo en tres se encontró, de manera escondida, el anuncio. Cuando se le preguntó a la concejal Tamayo por qué no lo han hecho, respondió sorprendida: “¿De verdad? Vamos a hacer control político”.

El Proyecto de Ley 165 de 2008 también buscaba prevenir el juego patológico o ludopatía. Fue aprobado en tercer debate, pero se archivó por tránsito en legislatura. En palabras de Diomedes: “A la ludopatía no se le presta la importancia que debería tener”.

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Sin tiempo y sin dinero

No es necesario ayudarle con preguntas para que recuerde. Diomedes reconstruye fácilmente el rompecabezas de su historia. Cuando habla de las personas que ha involucrado en sus problemas, las menciona con nombre y apellido. Sabe a quién le debe, desde cuándo y cuánto. Espera pagar cada una de sus deudas y así recuperar la credibilidad de su palabra.

Hace ocho años entró por primera vez a un casino. Era propietario de un bar estilo inglés cerca a Bulevar Niza y se quedó sin cambio. Pensó que en el casino del frente podrían ayudarlo. Nunca había entrado a alguno. Al llegar miró el ambiente y se sintió tranquilo. Esa noche no jugó porque el muchacho de la caja le cambió rápidamente el billete. Tres días después volvió para apostar. Y siguió asistiendo. Metía en las máquinas entre dos mil y diez mil.

En el Casino Río, de la avenida 19 con 122, los dealers derrochan amabilidad en sus sonrisas. El físico fornido de los empleados resalta en sus uniformes. Las señoritas cuidan con detalle el maquillaje y los muchachos se conservan en posturas elegantes. Al jugador se le ofrecen bebidas y comida sin costo. Diomedes conoció ese casino al cambiar de trabajo, justo cuando empezó a laborar para la compañía de la que es miembro actualmente. Allí, las cantidades apostadas subieron de nivel y en la mente de Diomedes empezaron los cálculos: “He jugado siete veces, he invertido cuatrocientos mil, he recuperado ciento cuarenta mil, el casino me debe doscientos sesenta mil”. Se llenaba de rabia con la casa, pero la opción no era detenerse. Debía jugar más para recuperarse.

En los casinos no hay relojes, se vive en un mundo paralelo. Tres millones se resumen en tres pequeñas y coloridas fichas. Diomedes se sentía incómodo al tener doscientos mil en el bolsillo, no por el monto, sino por la densidad de los billetes. Cambiaba grueso por sencillo para sentir que tenía más. En el Rock and Jazz de la 82 era fácil, porque adentro hay cajeros Servibanca. En algunos casinos que no tenían cajeros, el vigilante lo acompañaba a sacar dinero.

De tanto perder, Diomedes pensó en retirarse de las apuestas, pero en dos golpes de suerte seguidos se ganó un total de doce millones de pesos. Pese a que sintió que con esos triunfos ya había saldado sus cuentas pendientes con la casa, no se detuvo. Siguió jugando sin control durante años. Conoció la ruleta.  En ella bastaban dos minutos para perder doscientos mil. Se volvió científico: analizaba la rapidez con la que se lanzaba la bola, la comparaba con la rapidez del cilindro. A pesar de su técnica, la casa ganaba casi siempre. Por eso necesitaba liquidez en todo momento.

“Yo tenía las orejas bien puestas para saber quién
guardaba ahorros”. Un día escuchó
que su empleada doméstica tenía ahorros para comprar casa. Como él era el patrón, la señora aceptó prestarle
sin problema. De la misma manera, sus jefes le adelantaron el sueldo de las vacaciones por tres años. Todos
sus amigos, sin tener idea de los fines, le hicieron
préstamos. Y cuando los amigos no podían, extraños le prestaban al 7% o al 8% de interés. Engañar para jugar era su especialidad. Quien no le prestara, se convertía en su enemigo. Si su esposa hacía algún reclamo, él le decía que mientras él mantuviera la casa, ella no tenía derecho de quejarse.

La guerra que Diomedes libraba con la suerte se le empezó a convertir en una guerra contra el mundo. Se volvió un hombre irritable y ansioso. Para su mujer, eso era un vicio. Pero el 28 de julio de este año, ella y él entendieron que era mucho más. Diomedes esa noche llegó al límite. Estaba enfermo y necesitaba ayuda.

Fundación Colombiana de Juego Patológico

—¿Pagaste los $10 millones?—preguntó el gerente de la compañía.

—No. Los aposté en un casino—contestó Diomedes.

El gerente preguntó por los detalles y Diomedes le contó su historia de ocho años de juego.

—Te vamos a pagar el tratamiento y vas a seguir trabajando con nosotros.

Diomedes no podía creer lo que escuchaba. Luego entendió que su trabajo honesto durante muchos años, le había granjeado el cariño de su jefe y el de todos sus compañeros.

Fue así como hace dos meses, Diomedes y su familia llegaron a la Fundación Colombiana de Juego Patológico, una entidad sin ánimo de lucro que se preocupa por el tratamiento y la prevención de la ludopatía.

En la EPS no encontraron ningún tipo de ayuda. “Esto para todo el mundo es un vicio, no una enfermedad”, afirma Diomedes. María del Socorro Suárez Bejarano, representante de la Secretaría de Gobierno, asevera que los mayores de edad son totalmente conscientes de sus decisiones: “A los casinos solo pueden entrar adultos, la ludopatía no aplica para esos establecimientos, sino para los de habilidades y destrezas”. Se refiere a los negocios de videojuegos a los que pueden ingresar adolescentes desde los 14 años.

Para Robinson Montoya, psicólogo de la Fundación Colombiana de Juego Patológico y actual tratante de Diomedes, la ludopatía es un “trastorno mental y de comportamiento que genera pérdida de control sobre la frecuencia de juego, la cantidad de dinero y tiempo invertidos”. Por ello la ludopatía es reconocida por la Organización Mundial de la Salud. Según él, en Colombia ni siquiera existe investigación sobre la ludopatía. Se tiene una idea aproximada de que el 2,5% de los colombianos son ludópatas, pero cree que la cifra es mucho más grande.

Como parte del tratamiento, Diomedes debe ir a los casinos a observar. Tan pronto llega, los dealers se acercan y lo invitan a jugar ofreciéndole promociones. Esta situación no solo la ha vivido Diomedes, sino varios pacientes de Montoya, a quienes además les envían correos electrónicos y los llaman para que vuelvan a apostar. En los casinos también es común ver llegar a universitarios. Piden que les cambien bonos de regalo que les han sido entregados en sus universidades. Según Diomedes, “en los casinos entra todo tipo de gente: ancianos, empresarios, hampones”. Él se siente un componente más en medio de tanta diversidad.

—¿Está curado?—le pregunta Robinson.

—No, definitivamente no.

Diomedes tiene miedo. Miedo de confiarse, de decir: “Voy a apostar solo cinco mil, eso no pasa nada”. Espera que los casinos se conviertan en lo que han sido las motos y las armas para él: objetos que generan temor y respeto por el daño que pueden causar.

Tiene miedo, pero está decidido a hacer las cosas bien. Tanto, que después de pensarlo, quiso que su nombre completo y su rostro aparecieran en esta historia. Quiere que todo cuanto ha sido vergüenza para él y su familia se convierta, al recuperarse, en motivo de orgullo. Quiere ayudar a prevenir. Quiere seguir vivo: “Un sobrino de mi esposa es drogadicto, murió, esto es triste decirlo, pero murió y acabó el problema. Si yo muero, me llevo por delante la vida de mis hijos y mi esposa, a la gente que me prestó, a los que sacaron los ahorros de su casa y me dieron la plata a mi”.

Diomedes dice querer ser de nuevo una persona normal. Esa es la gran apuesta de su vida.

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