El dinero abandona y huye de Colombia, aunque también se escapa sin salir, transformándose en otra moneda, convirtiéndose en oro, petróleo o inmuebles. No hay nada más proteico en la vida que el dinero, el dinero de verdad: el grande, a ese me refiero, el que cuesta un apartamento como el de Andrés Felipe Arias, adquirido con beneficios de Agro Ingreso Seguro o una boda en Cartagena, como la de Andrés Santo Domingo el hijo menor de Julio Mario, en un yate lujoso, con banda sonora europea. Todo muy elegante.
Algunas veces guardamos el dinero en cajas de zapatos viejas, cual gusano de seda, a la espera de que se transforme en una mariposa o en un Ferrari. No importa de qué se hable (fútbol, sexo, filosofía, educación, salud, política), siempre estamos hablando de dinero. De las posibilidades del dinero grande: el de los corruptos, los banqueros, los narcotraficantes, los futbolistas. El dinero pequeño, el dinero honrado, se debilita en las cuentas bancarias o en los planes de pensiones de los ahorradores ingenuos. El dinero pequeño solo se transforma en monedas. Desaparece, como el neandertal, porque el dinero sapiens es un bastardo egoísta.
¿De qué hablamos los colombianos, por ejemplo, cuando hablamos de tener o no tener hijos? De dinero. Mi madre dice que ya no hay conversaciones sobre la paternidad, ni siquiera sobre la paternidad responsable. Seguramente ella tiene razón, todas, con independencia de su caparazón, versan sobre el dinero. Si en las guerras los vivos envidian a los muertos, en pleno siglo XXI los nacidos envidiamos a los no nacidos. Y los que mueren, al atravesar el túnel, lamentan haber hecho este viaje en el que el hombre resultó ser un lobo para el hombre. Vienen días feos para la humanidad, ya están aquí, quizá nunca se marcharon. Cómo envidio a los que ya se murieron o a los que no han nacido. ¿Por qué entonces esa resistencia a legalizar el suicidio asistido? Qué raro.
