Todos los que nacimos y vivimos entre el Trópico de Cáncer y el Trópico de Capricornio sufrimos un antiguo prejuicio: se piensa que somos imprevisores y perezosos con poca iniciativa. Eso se explicaría porque no experimentamos las duras cuatro estaciones del año como quienes nacen al norte o al sur de esas líneas geográficas. Y aunque ahora en estos meses nos envidien los humanos de “allá arriba”, tapados por medio metro de nieve, este determinismo geográfico nos condena al subdesarrollo y la pobreza “acá abajo” (o down there como dicen en EE. UU.) Lo más triste de estas falaces teorías (Huntintong, Ellsworth. 1949. Las fuentes de la civilización. México: Fondo de Cultura Económica) ya pasadas de moda es que nosotros, los tropicales, todavía nos las creemos. Nuestros jóvenes políticos y tecnócratas siguen religiosamente las conferencias del nevado Davos ansiando que los inviten a Suiza. Nuestros niños ven Frozen, La Era del Hielo y muchas otras películas con Santa Claus y renos creyendo que un invierno blanco es sinónimo de felicidad. Como ha sido nuestro triste destino no tenerlo, muchas familias se endeudan para ir a conocer la nieve por lo menos por unos días.
Y todavía se encuentra por ahí publicado un seudocientífico determinismo geográfico quizás más sutil: somos lo que nuestro clima nos permite comer, la dieta nos hace como somos. En buen colombiano se diría: millones de seres humanos nos hemos “platanizado” en el trópico. El New York Times publicó hace poco (Wheat people vs. Rice people, 3 de diciembre, 2014) un artículo titulado “Gente del trigo y gente del arroz: Por qué unas culturas son más individualistas que otras”. Y ricas y progresistas se supone. Un investigador de la Universidad de Virginia comparó la conducta social de miembros de un mismo grupo humano, chinos Han, del norte y del sur del río Yangtsé. Este río divide China en áreas que cultivan trigo al norte y áreas que cultivan arroz al sur. Cultivar arroz es difícil, exige terraplenes que hay que construir y mantener cuidadosamente cada año con una irrigación por canales que varios sembrados deben compartir. Una comunidad de arroceros debe trabajar con relaciones laborales complejas y estrechas. Quienes siembran trigo, al norte del río, solo necesitan lluvia sin irrigación, con menos coordinación y cooperación mutua. Estos últimos serían individualistas e innovadores en su cultura básica y aquellos serían más comunitarios y conformistas. La gente del arroz se divorcia menos, perdonándose errores y faltas más fácilmente. La norteña gente del trigo tiene más patentes registradas.
Podría uno pensar entonces que la diferencia radica en comer trigo o arroz. Se sugiere quizás que sería peor depender del maíz o plátano nutricionalmente. Will Durant un importante popularizador de historia y filosofía publicó El relato de la civilización (The Story of Civilization) una colección de 11 volúmenes desde 1935 a 1975. La colección fue muy leída y premiada en EE. UU. donde se compraba como compañera de varias enciclopedias. Indiscutiblemente formó el modelo mental que tienen muchos norteamericanos de la historia mundial. Recuerdo que Durant hablaba de la civilización de la cebada (Egipto y el Creciente Fértil del Medio Oriente) la civilización del trigo (Europa y el norte de Asia) y la civilización del arroz (sur del Asia). Yo concluía que en nuestro continente se habían desarrollado civilizaciones del maíz (Mesoamérica) y de la papa (América del Sur). Eso explicaría nuestras diferencias, pensaba, pues éramos lo que comíamos. Pues no, estaba equivocado pero así se construyen los prejuicios históricos que creemos y sufrimos cuando muchos todavía erradamente afirman: dime qué comes y te diré quien eres.
La relación entre dieta y conducta humana es compleja. Podríamos decir que para el metabolismo humano no consumimos trigo, arroz, maíz, res, puerco, peces o insectos sino azúcares, ácidos grasos y aminoácidos vengan de donde vengan pues la evolución nos ha hecho fundamentalmente omnívoros. Es más importante, y en eso tiene razón el artículo del New York Times, cómo cazamos, pescamos, cultivamos o domesticamos nuestros alimentos. En otras palabras, no es tan importante qué comemos sino por qué lo comemos, cómo lo conseguimos y la suma total de los ingredientes (calorías ingresadas, calorías consumidas).
No hay dietas milagrosas. Debemos recordar esto al inicio de un nuevo año cuando se nos ofrecen novedosas maneras, algunas peligrosas y casi todas inútiles, de borrar comiendo los excesos y errores del pasado. Hay que poner un poco de sensatez y racionalidad a nuestra dieta pero no esperemos de ella la felicidad automática. Unos kilos de más o de menos no nos llevan al infierno o al paraíso. Recomiendo artículos como Dietas para mejorar la salud (El Tiempo, 2 de febrero, 2015) o Decálogo para adelgazar sin descuidar la salud (ABC, 3 de enero, 2012) para un prudente y sabio yantar.
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