“El viejo se entregó”, fue quizá la sentencia que lanzaron los miembros del movimiento Conciencia Negra que llegaron a la prisión de la Isla de Robben en 1976. Los jóvenes líderes de este movimiento, que abogaba por la defensa y promoción de la raza negra y sus tradiciones enfrentando radicalmente las políticas del apartheid, encontraron a su ídolo, Nelson Mandela, el líder del Congreso Nacional Africano y fundador de su brazo armado uMkhonto we Sizwe, conversando sobre varios temas con sus carceleros y, ¡oh tragedia e insulto!, en Afrikaans, ¡el idioma del blanco opresor y terrorista!
Efectivamente, desde los primeros años de su condena de por vida Mandela tomó la decisión de aprender el idioma —basado en el holandés— de la minoría blanca que gobernaba Sudáfrica bajo un régimen racista y violento. Adicionalmente, estudió la historia de las Guerras de los Boer y de la independencia de la Sudáfrica Británica (1910) y luego de la República (1961). Aunque sorpresivo para muchos, incluso dentro del Congreso Nacional Africano, esta estrategia era coherente con el proyecto de un país multiétnico y pluricultural soñado por los líderes detenidos en la prisión insular desde la década de los sesenta.
Mandela conversaba con los comisarios, directores y guardias de la prisión, enviados allí para maltratar a los “negros revolucionarios”, utilizando modismos y se refería a personajes y situaciones de la historia de la Sudáfrica blanca cercanos a estos. A pesar de ser firme y directo en su defensa de los derechos de los reclusos, su trato con los funcionarios de prisiones era siempre respetuoso y llegaba incluso a ser afectuoso.
No era sorpresivo entonces que los miembros de Conciencia Negra, detenidos en el contexto de la Masacre de Soweto donde murieron más de 150 jóvenes cuando protestaban contra un decreto que obligaba a todo estudiante negro a aprender el Afrikaans, increparan a Mandela por lo que, a sus ojos, era la claudicación total ante el enemigo blanco. Ahí estaba, el gran líder de la mayoría negra, conciencia y brazo fuerte del pueblo oprimido, purgando una injusta condena, pero, aparentemente, congraciado con los monstruos blancos quienes los veían y trataban como animales. Traición a los muertos de la revolución y entrega del proyecto colectivo por los derechos de la raza negra, fue la conclusión a la que llegaron.
Mandela, no obstante estar condenado a prisión perpetua (para qué aprender, para qué acercar, para qué reconocer), sin importarle su condición de víctima de tratos crueles inhumanos y degradantes, superando la lógica del enemigo y sin dejarse hundir en el muy común y esperado odio, reconoce la humanidad de los afrikáners y con sus propias herramientas y por medio de sus símbolos, emprende un proyecto que lo llevaría a el y a la mayoría negra, a finales de la década de los ochenta, a iniciar conversaciones con el Gobierno (inicialmente con el temido Cocodrilo Botha), a la libertad, a negociaciones constitucionales, a las primeras elecciones amplias y, finalmente, a la Presidencia de la República.
El fin de uno de los regímenes minoritarios más odiosos y violentos de la segunda mitad del siglo XX no se dio a punta de tiros, atentados y vías de hecho (medios que se utilizaron en la lucha previa). La presión internacional, los movimientos y organizaciones políticas y civiles en territorio pero sobretodo la decisión de soñar y trabajar por un país donde todos sin excepción pudieran convivir en paz, incluso desde la cárcel, permitieron que una bomba de tiempo, que cobraría muchísimas víctimas y causaría un mar de dolor durante muchos años, se transformara en una democracia amplia y colorida.
Qué tal que la mirada “digna”, “orgullosa” y retadora
de los jóvenes hubiese vencido.
Quizás la tumba de Mandela no estaría en su natal Qunu sino en el frío cementerio de la isla
Cuando oigo que en nuestro país y en el contexto del proceso de terminación del conflicto gritan “entrega”, “rendición”, “sometimiento”, “traición”, pienso en la cárcel de Robben y en la tensión entre los “viejos entregados” y los jóvenes defensores de la conciencia negra. Qué tal que la mirada “digna”, “orgullosa” y retadora de los jóvenes hubiese vencido. Quizás la tumba de Mandela no estaría en su natal Qunu sino en el frío cementerio de la isla. Quizás miles de jóvenes habrían muerto enfrentando al criminal Estado Afrikaner. Quizás los niños y niñas blancos y negros se estarían educando en la desconfianza, el desprecio y el odio por los “otros”.
En nuestro país claramente no hay nadie de la estatura de un Mandela. De lado y lado, salvo contadas excepciones, hay hombres pequeños, calculadores e indolentes que no piensan en un país para todos, donde no nos tengamos que matar; su juego es una apuesta al orgullo, al “prestigio” y a los voticos de las próximas elecciones. Acá, eso si, hay una posibilidad, imperfecta, pero real y responsable, de acabar con un conflicto que tiene la cifra récord de cerca de 8 millones de víctimas (y en aumento). ¿Será que no tenemos la grandeza y la visión de un futuro mejor para superar la imagen del monstruo y pasar la página?