Hace poco tuve la fortuna de recorrer en lancha el Canal del Dique, el cual desde hace siglos conecta– no sin mil tropiezos – la Bahía de Cartagena con el Río Magdalena, a la altura de Calamar.
El propósito de esta corta pero profunda travesía — liderada por la Corporación Desarrollo y Paz del Canal del Dique y la Zona Costera, en cabeza del padre Rafael Castillo— era conversar con los pobladores de la zona sobre el proyecto recientemente aprobado por el Fondo de Adaptación para la restauración integral del sistema del Canal del Dique.
La principal preocupación expresada por los habitantes de este hermoso y rico territorio — pescadores, campesinos, líderes, gestores culturales— es que el proyecto incorpore mecanismos claros y efectivos que aseguren que ellos sean escuchados; que su conocimiento local, con las especificidades de tiempo y lugar que solo tienen presentes quienes ahí viven, sea tenido en cuenta para tomar las decisiones sobre cómo restaurar sosteniblemente el enorme ecosistema. Mi percepción es que esta preocupación tuvo plena resonancia en las reflexiones sobre dicha conversación por parte de la gerente del Fondo de Adaptación, Carmen Arévalo, quien ahí mismo propuso que la Corporación liderada por el padre Rafa se encargue de asegurar un vaso conductor permanente entre los pobladores, el gobierno y los contratistas a cargo del proyecto.
Eso, ser escuchados, y más aun, ser copartícipes de las decisiones que afectan su territorio y sus vidas en el territorio, es lo que hoy reclaman — y es lo que siempre han venido reclamando— los pobladores de la Colombia rural.
Y ante esta realidad histórica del descontento rural seguimos cometiendo dos tipos de errores.
El principal error, por supuesto, es hacer eco de la estigmatización de las protestas rurales como el simple producto de una infiltración guerrillera; esto es desconocer profundamente a su principal protagonista: el campesinado colombiano, su historia, sus tragedias y su lucha. Pero también es desconocer al pequeño y mediano empresariado rural, a los pescadores, procesadores de alimentos, líderes cívicos, víctimas, transportadores, mineros artesanales, mercaderes, y tantos otros pobladores de la tierra del olvido que se mueven a conciencia, no como autómatas. El segundo error es homogenizar a los pobladores rurales aplicándoles a todos la categoría de campesino, cuando la realidad más evidente del campo colombiano es su diversidad. En lo rural confluyen culturas, ideas, intereses, historias y perspectivas variadas, complementarias, contradictorias y diferentes. Es tan ignorante e irrespetuoso trivializar y distorsionar la protesta rural, como idealizarla desconociendo la compleja pluralidad de actores que la circundan y la protagonizan, y — por lo tanto— olvidando que el mundo rural es una realidad tan política como cualquier otra.
Entre los importantes y diversos temas de la protesta rural actual — tierras, aguas, salarios, infraestructura, gestión del riesgo— el de los organismos genéticamente modificados y la certificación de semillas ha cobrado un inusitado protagonismo mediático en los últimos días. Ojalá no decaiga la visibilidad de este tema tan crucial, ojalá no sea presa del consabido ciclo noticioso de 72 horas; quizás las redes sociales le sigan dando un poco más de momento. El caso es que ya muchos creen tener claroel tema y creen saber cuál es el lado malo y el lado bueno.
Por eso, detengámonos un instante en el siguiente argumento: los avances en la ciencia pueden ayudarnos a enfrentar graves problemas que se nos avecinan. Nadie va a detener el crecimiento demográfico actual tan rápidamente como para que no tengamos que preocuparnos por la seguridad alimentaria de la población mundial. Los organismos genéticamente modificados, aunados a técnicas agropecuarias innovadoras, pueden ayudar a incrementar la productividad del campo y el valor nutricional de los alimentos. Para que la innovación requerida avance lo suficientemente aprisa se requieren altas dosis de capital que prometan buenas ganancias a los inversionistas. Dichas ganancias no serían suficientes sin la implantación de un sistema draconiano de propiedad intelectual que proteja, mediante un régimen estricto de patentes, las utilidades que hacen andar el sistema.
Este es un argumento importante y robusto. Pero comete, de nuevo, dos errores.
El principal error es que asume que la innovación genética, aunada a ciertas técnicas agropecuarias (que en realidad no son innovadoras porque siguen orientadas hacia la maximización de utilidades y no hacia la producción de alimentación sostenible), produce mayores cantidades y mejores calidades a igual o menor precio. Pero esto no ha demostrado ser más que un supuesto, y fuerte. El segundo error, pensar que la innovación depende de un sistema de protección legal de los derechos de autor que incentiva y premia los monopolios (como el actual sistema de libre comercio y certificación de semillas), es desconocer que también podemos innovar en políticas públicas que nos permitan experimentar responsablemente, respetando la libertad de los consumidores para elegir lo que prefieran y la libertad de los productores para ofrecer lo que quieran. El problema no son los transgénicos, el problema —de nuevo— es de economía política: cómo diseñar mercados en los que primen los intereses de la sociedad entre todos los que están en juego.
La ciencia nos puede ofrecer todos los medios para lograr nuestros fines, pero nuestros fines sólo pueden definirse en la arena pública. Con nuestras decisiones de consumo y nuestras decisiones de participación política construimos el futuro. Lo que decidamos colectivamente sobre cómo se produce y se distribuye la alimentación — y lo que decidamos, finalmente, comer— es el corazón de un mañana más justo y agradable. Por ello, hay que digerir bien los acontecimientos.