Diez momentos con Meira en la memoria
Opinión

Diez momentos con Meira en la memoria

Noticias de la otra orilla.

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marzo 14, 2015
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Meira Delmar, dibujo de Roberto Rodríguez - Diez momentos con Meira en la memoria

Meira Delmar, dibujo de Roberto Rodríguez

1.
Era 1977. Deambulando por el centro de Barranquilla, me encontré en una esquina unos libros viejos con el sello de la Librería Mundo, ofrecidos a los transeúntes por unos módicos pesos. El encuentro sirvió para comprar las ediciones príncipe de Todos estábamos a la espera, de Cepeda Samudio; Marsolaire, la noveleta de Amira de la Rosa; y Alba de Olvido,  el primer libro de Meira Delmar, en aquella extraordinaria edición de la vieja Editorial Mejoras de Barranquilla. De ñapa, me encimaron una edición del Breve tratado de la destrucción de las Indias, de Fray Bartolomé de las Casas; y una Historia crítica de la novela argentina,  de Manuel Ruano.  Aquella era la segunda vez que tenía para mi deleite los poemas de Meira Delmar, luego de aquel cuadernillo que le publicó Simón Latino y que yo había descubierto años antes en la biblioteca de Sincé.

2.
En 1979 vivía yo a una cuadra exactamente de la bella casona Art Deco en donde residía Meira con su hermana Alicia. Sin conocerla todavía personalmente, allí la veía casi todas las tardes, a la luz aromosa del jazminero de su ventana, en la terraza, sola o con Alicia, conversando en la tarde barranquillera con amigos asiduos, como Campo Elías Romero Fuenmayor, o aquel señor mayor, con aire de antigua elegancia, que yo veía también entrar y salir de mi casa vecina.

3.
Yo andaba en esos años cursando mi licenciatura en Filología e Idiomas en la Universidad del Atlántico y revisaba los relatos precolombinos en un texto titulado Horas de Literatura Colombiana de Javier Arango Ferrer. Un día, estudiando bajo el roble del antejardín, recibí la visita del señor vecino que solía ver en la terraza de Meira, y me preguntó qué estaba leyendo. Cerré el libro y le enseñé la portada. El sonrió y me dijo: ah, ese libro lo escribí yo.
Y así era. El personaje que pasaba las tardes con Meira resultó ser Javier Arango Ferrer, un escritor antioqueño, oftalmólogo de profesión, amigo de los nadaístas, secretario de Educación en el Atlántico en los años 50 y también embajador en Argentina, en donde escribió precisamente ese libro que ya era  un referente obligado en la historiografía de nuestra literatura. Pues, Javier, con ese aire suyo de  príncipe desencantado, como lo llamó  X504, tenía una habitación alquilada en casa de mis vecinos los Ballestas e iba donde Meira cada día a tomar sus alimentos y a charlar en las tardes.

Fue el principio de una interesante amistad con un abuelo inteligente y sabio, de largas conversaciones sobre literatura y arte, de una indeclinable admiración por Meira y por su poesía, y en él tuve también a uno de los primeros lectores agudos de mis poemas iniciales.

4.
Otro día, hablando con Javier, me comentó que estaba conmovido porque había perdido sus espejuelos de leer y Meira había tenido la amabilidad de cederle los suyos para que él revisara un texto que le urgía. Y quería devolverle a Meira en gratitud algo que compensara aquel regalo. Un libro, dijo, o un poema, quizás, pero como se confesaba mal poeta a pesar de los esfuerzos, me pedía a mí que con los insumos del episodio escribiera un poema para Meira. Fue mi primer poema por encargo. Y lo hice asustado y gustoso.

5.
Hoy no recuerdo aquel texto pero sí cuando lo vi doblar la esquina  esa tarde con el papelito en el bolsillo de la camisa, como un colegial emocionado, mientras yo apretaba los dientes haciendo fuerzas para conjurar el ridículo ante Meira. Varios días pasaron para volver a hablar con Javier sobre el recibimiento del poema. Un día tocó a mi puerta y me dijo: “Solo ayer me atreví a entregárselo y le encantó”. Y agregó: “Estamos invitados a cenar un día de estos”.

6.
La cena nunca se dio porque un buen día ya no lo volví a ver. Meira me contaría después de su genio y su talante, y de cómo la había emocionado, no tanto el poema como la ocurrencia de Javier. Y supe también de su muerte años más tarde en Medellín.

7.
Pero yo conocí personalmente a Meira después, entre los estantes de literatura de la vieja Librería Nacional del centro de Barranquilla. Yo asistía a las Tertulias del Gallo Capón que tenían lugar cada sábado a media mañana en la cafetería de esa librería, en un convite en el que el poeta Joaquín Mattos y yo éramos los benjamines entre presencias como las de Alfredo Gómez Zurek, Carlos J. María, Edmundo Ramos, Guillermo Tedio, Ramón Bacca, Ariel Castillo, Oscar Darío Cárdenas y, de vez en cuando, la visita casual del profesor Assa o Meira.  Ese día hojeaba ella un libro de poemas; me le acerqué, le pregunté su nombre y me le presenté como alguien que intentaba la poesía. Y fuimos amigos.

8.
Tuve la oportunidad de leer a su lado en Medellín y Cali; de ser su compañero en un vuelo tempestuoso de Bogotá a Medellín, en el que me invitaba a disfrutar de la belleza de los relámpagos en el cielo oscurecido y de los truenos que estremecían el avión; me hizo el honor de presentar mi segundo libro de poemas; me invitó a compartir en su mesa las delicias árabes de su casa; hablé con ella muchas veces de poesía o de música; me regaló su exquisita colección de discos de vinilo y tuvo siempre una opinión demasiado generosa sobre mi poesía.

9.
En mi pequeña biblioteca personal están sus libros. Y regados en mi corazón están sus versos. Y allí mismo, una enorme gratitud por su amistad.

10.
Meira: “No es el tiempo el que  pasa / eres tú que te alejas”.

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