Diente por diente

Diente por diente

Un entretenido relato que, aunque es ficción, no está lejos de la realidad

Por: Manuel Contrera Navarro
enero 30, 2023
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Diente por diente

Los manifestantes de un pueblito del Caribe colombiano iniciaron un plantón enfrente de la alcaldía, exigían una pronta solución al problema de la carne. Bloquearon la entrada principal del municipio con pancartas y pasacalles, y con gritos continuos insistían en el reclamo. Algunos opinaban sobre el elevado costo, y otros se limitaban a hablar de la tragedia que los convocaba.

—¡Que los saquen a trotar!— se referían a los caballos, porque, según decían, la carne que les estaban vendiendo era de equinos.

—¡La de burro es más blandita!— vociferaban jocosos, porque en el Caribe siempre hay gente que todo lo convierte en chiste.

En una de las pancartas decía: "Carne de caballos, asnos y mulos, ¿por qué no se la dan al alcalde que es igual de burro?".

La situación parecía salirse de control. La prensa no tardó en llegar y, como el buchón en la Laguna de Fúquene, se extendió rápidamente la noticia. Los comentarios volaban con más velocidad que un carro de fórmula uno, y lo peor es que doña Socorro se había quedado sin su último diente.

—¡Socorro, Socorro, Socorro!— gritaban con ímpetu, como pidiendo auxilio, pero en realidad se referían a una abuelita que había llegado a su senectud con apenas dos dientes: un mordiente incisivo en perfecto estado, libre de caries y una poderosa raíz que lo afincaba en la encía, y otro canino, también perfecto y muy desarrollado. Sin embargo, los dos se quedaron enganchados en un trozo de carne después del forcejeo de una mordida.

El incisivo lo perdió con un jugoso bistec que lo único que tenía de suavecito eran las rodajas de cebolla y tomate, y el canino con el perfecto corte de un filet mignon.

—¡Socorro, Socorro, queremos el diente de Socorro!— seguían gritando, liberando una lluvia de cortisol sobre la multitud enardecida, alimentando el estrés, y provocando más problemas.

—¡Un solomillo para no perder el colmillo!— gritaban y morían de risa al tiempo. En verdad era una protesta pacífica, aún así el descontento se notaba con seriedad.

Los policías antimotines trataron de controlar la aglomeración, pero les fue imposible. El gentío actuó con inteligencia y preparó una emboscada. Los acorralaron como a ratones en un callejón sin salida. Sin más opciones, tuvieron que rendirse, a fin de cuentas ellos también eran víctimas de lo cara y dura que estaba la carne.

El alcalde, al verse rodeado y sin escapatoria, trató de salir del edificio disfrazado. Se puso el uniforme de la servidumbre: un ordinario y resistente overol bien confeccionado que le quedaba justo a la medida. Trató de ocultar su rostro con gorras de amplia visera, pero los ojos avizores de un joven que también se encontraba entre la multitud descubrieron el camuflaje. Trató de avisar a los demás, pero nadie le hizo caso. Su voz se quedaba pequeña, ahogada entre los gritos de los manifestantes, pero su mente también avizora le produjo una idea.

El audaz joven empezó a mirar en todas las direcciones. Caminó en el mismo lugar con impaciencia hasta que por fin su rostro de preocupación se despejó con una maléfica sonrisa. Corrió con veloz afán hacia el otro extremo de la calle que también había sido bloqueada. Como había una llantería, agarró un neumático e improvisó una resortera. Le quedaba poco tiempo para reaccionar. Mientras tanto, la gente seguía distraída gritando frases ocurrentes, algunas cargadas con agravio y otras, tan solo de humor.

Mientras tanto, como un zorro, el alcalde trataba de escurrirse con harta astucia y sigilo. Casi lo consigue. Primero, apresuró el paso y de vez en cuando miraba hacia atrás con desconfianza. Después, empezó a correr con torpeza, pero tuvo la mala suerte de que un par de piedras lo alcanzaron. Dos rocas del tamaño de un limón, que salieron disparadas como un proyectil, derribaron sus dientes.

—¡Le tumbé los dientes, le tumbé los dientes!— gritaba feliz el joven, imitando un salto ecuestre, mientras el alcalde lo maldecía con dolor, revolcándose en el piso.

La multitud por fin se dio cuenta de la hazaña del audaz joven. Se volcaron sobre él y empezaron a cargarlo. Lo elevaron de hombro en hombro en un festejo eufórico, y empezaron a lanzarlo al aire con alegría. El joven rebotaba entre arengas y la multitud se esparcía satisfecha porque se había hecho justicia.

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