Se murió “el Diego”, como le decían sus conterráneos en Argentina. Una pena máxima para la hinchada del fútbol. Pero no solo para la ella, porque fue más que eso, humano demasiado humano, como perfecto exponente que era de lo dionisiaco, si se permite la doble alusión a Nietzsche.
Irreverente, trasgresor de moralinas hipócritas izadas desde púlpitos de pederastas o de oficinas de corruptos héroes palaciegos. Altivo frente al poder, que nunca lo sedujo a pesar de su propia gloria, ganada con esos pies de oro con los que escribió una historia que lo deja consagrado, a él sí, como un verdadero dios de carne y hueso: imperfecto, errabundo, feliz y melancólico, llorón, capaz de amar y de sufrir, como cualquier hijo de barrio que fue y del que nunca renegó su origen.
Hecho a imagen y semejanza de su garra de triunfador estuvo siempre al lado de su gente. Marchó con las madres de la Plaza de Mayo, a quienes acompañó en la búsqueda de sus hijos y nietos desaparecidos. Con su mano humilde, su mano de Dios como él mismo le decía, le devolvió a Inglaterra la humillación que en cambio ella con sangre le había causado a su pueblo en las Islas Malvinas. Fue el golazo de su vida.
Le escupió un merecido madrazo al papa por vivir en un palacio con techo de oro al tiempo que hacía votos de pobreza, cuestionó imperios, estuvo al lado de las causas sociales y fue zurdo, no solo de pierna, en un país criminalizado durante muchos años por las dictaduras militares.
Sí, se alucinaba consumiendo drogas, mal de muchos. Pero quién era quién para juzgarlo, sobre todo en un mundo en el que los baluartes de la doble moral, que aún hoy lo siguen juzgando mientras medio mundo lo llora, se viven alucinando entre las mieles del poder o como consumidores compulsivos de tantas frivolidades y oropeles no menos tóxicos.
Cómo y hasta donde pudo, gambeteó la vida, a la que le hizo, pero también le metió muchos goles. No fue solo su maestría con el balón lo que lo hizo grande, fue su gente, que aprendió a amarlo por lo que fue, el más sabio exponente de la imperfecta condición humana.
América Latina lo recordará por su maestría con el balón, sin duda, pero también porque era un símbolo de su identidad, de su díscola y accidentada historia, sobre todo esa América del Sur de la que encarnó su rebeldía e hizo de su voz la voz de sus pueblos.
No será sea este el pitazo final a su grandeza, vendrán más segundos y terceros tiempos. Con los pies de oro, la mano de Dios y la voz irreverente de Diego, América Latina estará siempre lista para el jugar el partido.