Dada su enorme popularidad, el fútbol brinda la opción de impactar en la sociedad para todo tipo de fines, “los más sublimes y los más perversos”, en el decir del famoso personaje del monarca interpretado por Ernesto Acher, de Les Luthiers. Sobre cómo ha servido el deporte rey a los fines perversos se ha escrito literatura abundante. Esta vez prefiero enfocarme en los fines sublimes, en esos que hacen que uno se alegre de gastarle tiempo a ser hincha y a admirar a jugadores que no solo la rompen en la cancha, sino que además se suman a causas sociales valiosas.
A comienzos de 2013, el exfutbolista francés Éric Cantona, uno de los que hizo grande la dorsal 7 del Manchester United, presentó en el Festival de Cine de Cartagena uno de los documentales a los que nos tienen habituados, desde hace algunos años, en su faceta como cineasta. Bajo el nombre de Los rebeldes del fútbol, el trabajo liderado por Cantona expone los casos de cinco futbolistas que tuvieron un rol destacado en asuntos políticos y sociales en sus respectivos países. Algunos de estos casos son de amplia divulgación, pues ocurrieron hace treinta o cuarenta años, como la Democracia Corinthiana de Sócrates, o la oposición a Pinochet que encarnó Carlos Caszely. Sin embargo, no todos estaban enterados de la historia que tuvo lugar en la tierra de uno de los rivales de Colombia en Brasil 2014, Costa de Marfil, y que tiene como protagonista al héroe de mil batallas, Didier Drogba.
A primera vista, cuesta un poco de trabajo imaginar a Drogba en ese rol. Durante ocho años jugó en el Chelsea, un equipo de imagen asociada a la ostentación, a las chequeras generosas, a la proyección del mismo estilo de vida de su propietario, Roman Abramovich. Por ello es fácil caer en el lugar común de pensar en Drogba como un hombre sumergido en lujos, cuya mayor preocupación a fin de mes no es otra que elegir un nuevo carro para añadir a su colección. Sin embargo, las cosas no son como parecen y el marfileño es consciente de que convertirse en figura pública e influyente acarrea una enorme responsabilidad, que le permite apoyar mediática y políticamente las causas de aquellos cuya voz no suele ser oída. En su caso particular, los tristes eventos ocurridos en su país en los últimos quince años lo han movido a abogar por una solución.
Costa de Marfil está ubicado en el occidente africano, sobre las costas del Golfo de Guinea (la parte de abajo de la “barriga” del continente). Durante sus primeros treinta años de existencia como nación independiente, el país vivió en calma y prosperidad, aunque sin mucha democracia, ya que durante todo ese período fue gobernado por un solo hombre, Félix Houphouët-Boigny. Bajo su gobierno, la capital Abidjan vivió una industrialización importante que creó miles de puestos de trabajo. Al mismo tiempo, la tolerancia étnica y religiosa era la regla y al lado de iglesias cristianas surgían mezquitas musulmanas. Y en medio de todo, el fútbol. Si bien la selección nacional no tuvo mayores logros durante esos treinta años y solía tener que inclinar la cabeza ante las potencias continentales, había una liga interna que atraía las emociones de toda la sociedad y la competencia se desarrollaba de forma relativamente sana y respetuosa. Solo hacia el final de la era Houphouët-Boigny, en 1992, pudieron los Elefantes, como se le conoce a la selección nacional, alcanzar el sueño de ganar la Copa de África, cuando vencieron al equipo de Ghana en una prolongada y dramática definición por penaltis, que se saldó con marcador de 11-10.
Todo empezó a cambiar, desafortunadamente, un año después, tras la muerte del “Padre de la nación”. Para buscar su reemplazo se convocó a elecciones libres y democráticas, sin duda un síntoma saludable. Sin embargo, el clima electoral se lo tomaron los asuntos étnicos y pronto estallaron los odios entre los marfileños del norte y del sur, y de todos estos contra los inmigrantes del vecino Burkina Faso, fenómeno que venía en escalada desde lo años ochenta, pero habían sido mantenido a raya por el difunto presidente. El país empezó a entrar en una espiral de violencia, conforme avanzaban los noventa, y al comenzar la primera década del siglo XXI llegó la gota que derramó la copa. Se aprobó una ley según la cual no podía ser candidato presidencial quien no tuviera padres nacidos en Costa de Marfil, en un claro intento de excluir a los descendientes de inmigrantes de Burkina Faso, llamados Burkinabés, y que ya eran mayoría en buena parte del país. Se organizaron entonces grupos insurgentes en el norte formados por Burkinabés y en 2002 empezó la primera guerra civil marfileña. Dos años después, mientras vivía en condiciones completamente diferentes a las de muchos de sus compatriotas, Didier Drogba cumplía ya cuatro años en el fútbol de Francia, su escala antes de sumarse a las filas del Chelsea un par de años más tarde.
Ahora, mientras la nación se dividía y se enfrentaba por motivos sociales y políticos cada vez con más furia, paradójicamente se empezaba al mismo tiempo a gestar la nueva generación de futbolistas marfileños, futbolistas de altísimo nivel que aparecieron como símbolo de unidad en ese país. Drogba, tras su fichaje por el Chelsea, se ubicaba sobre los demás, pero no era el único que hacía ruido en ultramar. Kolo Touré y Emmanuel Eboué lograron llegar al Arsenal (este último tras un paso por el fútbol belga), mientras Salomon Kalou se unió a Drogba en el Chelsea, luego de brillar en el Feyenoord holandés. Al mismo tiempo, otros jugadores como Didier Zokora y Romaric lograron un espacio en otras ligas europeas. Con ellos comenzó a formarse un equipo competitivo con el que no solo renació la ilusión de repetir la hazaña de 1992 en la Copa de África, sino también la de alcanzar otro objetivo ambicioso: clasificar por primera vez a la Copa del Mundo. Los Elefantes eran, pues, un delgado rayo de ilusión en medio del desastre al que se estaba encaminando el país africano. Y algunos pocos, como Didier Drogba, vislumbraron que a partir de esa pequeña ilusión se podía trabajar en nombre de la unión y la reconciliación.
En la fase final de las eliminatorias para el Mundial de 2006, Costa de Marfil batalló en un grupo difícil que incluía a Camerún, una potencia continental que, sin embargo, tuvo que conformarse con el segundo puesto, luego de que los marfileños ganaron el grupo venciendo 3-1 a Sudán en la última jornada. Así, Costa de Marfil logró, finalmente, alcanzar su sueño mundialista. En medio del júbilo de la celebración, Drogba tomó la palabra y llamó a sus compatriotas a la reflexión: “Les prometimos que esta celebración uniría a todo el pueblo. Ahora les pedimos que hagamos de esto una realidad”. Y poniéndose de rodillas continuó: “El único país en África con toda esta riqueza no se puede hundir en la guerra. Depongamos las armas, organicemos elecciones y las cosas mejorarán”.
Eventualmente, trataron de llevarse a cabo elecciones en 2006 (justamente mientras el equipo jugaba el Mundial), pero desacuerdos entre las partes impidieron que hubiera un relevo en la presidencia. A esa altura, Drogba intervino en la situación. La ocasión propicia se dio el 3 de junio de 2007. Ese día debía celebrarse el partido entre Costa de Marfil y Madagascar por las eliminatorias a la Copa de África y Drogba le pidió al presidente Laurent Gbagbo que el partido se jugara en Bouaké, que en ese entonces era la plaza principal de las fuerzas rebeldes. La petición implicaba que tanto insurgentes como Gobierno debían ponerse de acuerdo y además hacer acto de presencia de forma simultánea en el estadio. Su deseo parecía un disparate. Pero ocurrió lo impensable. No solo el presidente accedió, sino que las fuerzas acuarteladas en Bouaké no pusieron ninguna objeción a compartir las graderías con aquellos a los que habían estado combatiendo hasta ese día.
Las entradas se agotaron velozmente, y cuando llegó la hora, el estadio estaba a reventar. La selección marfileña dio una muestra de buen fútbol y pasó por encima de sus rivales malgaches anotando cinco goles en el proceso. Al sonar el pitazo final, todo Bouaké, en donde la guerra había cesado, estaba radiante de júbilo. Drogba salió escoltado por un grupo de soldados, que en vez de preocuparse por su seguridad, lo saludaban y trataban de tomarse fotos con él en sus celulares. Un miembro de la federación marfileña de fútbol declaró: “Mi esposa lloraba. La gente que salía en televisión lloraba. Nosotros los marfileños teníamos este absceso, esta enfermedad, pero no teníamos manera de mejorar las cosas. No podría haberlo hecho nadie más. Solo por Drogba. Él es quien nos ha curado de esta guerra”. Efectivamente, ese día todo el país creía que Didier Drogba, él solo y sin detentar ningún cargo público, había logrado poner fin a la sangrienta guerra civil, al menos durante un día.
Más impresionante resultó el hecho de que las consecuencias de ese partido parecían ir más allá del campo de fútbol. El líder de las fuerzas rebeldes y el presidente del gobierno constitucional firmaron acuerdos y terminaron compartiendo el gobierno de la nación, a lo que siguió un proceso sustancial de desarme. Se convocaron elecciones y el orden y la tranquilidad retornaron lentamente. Por su parte, Drogba, admirado por ambos bandos en conflicto y héroe nacional antes de los treinta años, volvió a unirse a las filas del Chelsea para marcar 32 goles en la temporada 2007-2008. Drogba era el reflejo de un grande dentro y fuera de las canchas.
Lamentablemente, la historia aún no logra tener un final feliz. El presidente Gbagbo se negó a reconocer el triunfo a un candidato del norte en 2010 y los rebeldes volvieron a tomar las armas. Una segunda guerra civil se desató, el presiente fue arrestado, miles murieron y más de un millón fueron desplazados antes del final del conflicto. Si bien esta segunda guerra civil ya terminó, aún se requieren muchos esfuerzos para la reconstrucción del país y llevar a cabo el proceso de sanar las dolorosas heridas que volvieron a abrirse. En este sentido, la selección de fútbol sigue jugando un papel fundamental como elemento aglutinador del fervor nacional y como vehículo para comunicar valores que permitan construir una nación fracturada por la guerra y los conflictos étnicos. Ahora, en Brasil 2014, los marfileños ajustan su tercera participación mundialista en línea, y son tal vez la mayor potencia futbolera africana. Pero no solo eso. Ese seleccionado, más que un simple equipo de fútbol, es el estandarte de la reconciliación marfileña, y su capitán, con el número 11 en la espalda, será por siempre el “rebelde” que se animó a decirle a los poderosos de su país que la guerra, simplemente, no es el camino.