Tengo que reconocer mi gusto por la novela del siglo XIX. Los escritores rusos, los franceses, los ingleses, son maestros en el arte de componer una trama apasionante y veraz, en recrear aspectos de la vida a través de historias y personajes, en señalar que a pesar de las fronteras del tiempo y el espacio hay elementos comunes que nos unen, y que nuestras vivencias son en el fondo las mismas, que nuestra historia es una historia común.
Por tantos motivos, me encontré en estos días releyendo La pequeña Dorrit, de Charles Dickens. Es propio de los buenos escritores permitir que en sucesivas lecturas se descubran diversos aspectos de su trabajo. Me llamó la atención su concepto sobre la política, o los políticos, que son casi lo mismo, pues sin los segundos no se aplicaría, ni desvirtuaría el espíritu de lo primero. “La gran nave del país”, la llama Dickens. Una nave que solo puede significar amenaza, cuando menos contratiempos para el ciudadano común, incapaz por gracia del sistema de no abordarla. En algún momento sus personajes se ven acosados por lentas trabas burocráticas, por ineludibles e inexplicables procesos que tienen que enfrentar sin saber cómo llevarlos a buen término, por negligentes e ineptos funcionarios estatales, preocupados por sí mismos, en lugar de pensar en el buen funcionamiento de la nave que parece alejar a quien navega en ella de la tranquilidad, de la realización de sus ambiciones. Para Dickens, los ciudadanos corrientes están sujetos a una justicia arbitraria que, en muchos casos, como en el de los deudores, impone penas desmedidas que no se compadecen con el tamaño de la ofensa. En su novela hay criminales absueltos aunque todo el mundo los sepa culpables, y hombres buenos que debido a su ingenua confianza en los demás, pagan condenas de años.
Y al releer a Dickens, no pude menos que pensar en dos series de Netflix que también he visto por estos días. La primera, House of Cards, inspirada en la novela de Michael Dobbs, muestra la carrera en ascenso de Francis Underwood, un congresista de South Carolina interpretado con mucho acierto por Kevin Spacey, quien desde el primer episodio aparece como un político despiadado, inescrupuloso, con una pasmosa habilidad para la intriga, y una máscara de aparente altruismo que oculta ante los demás su insaciable sed de poder.
La segunda, que confieso con cierto bochorno haber visto pegada al televisor, tiene por título Scandal. Tan escandalosa como la primera e igualmente adictiva, aunque inferior en calidad, cuenta con una heroína, Olivia Pope, abogada que se dedica a solucionar los escándalos de eminentes personajes de Washington, razón por la cual termina relacionándose con la alta clase política y convertida en la amante oficial del presidente. Un hombre débil de carácter, manipulado por su asesor, su amante y su mujer, otro asesino que no duda en asfixiar con sus propias manos a un miembro de la Corte Suprema de Justicia. Alguien que engaña, no solo a su esposa sino a quienes lo rodean. Un presidente elegido mediante fraude, sin más miras que la satisfacción de su ego.
En ambas series los héroes no lo son. Al contrario, se definen como verdaderos antihéroes, personas sin nada que mostrar desde el punto de vista ético, carentes de valores que permitan identificarse con ellos, seres de los que habría que apartarse si se llegara a conocer su verdadera naturaleza, y el alcance de sus intrigas. Estos personajes de ficción están sustentados por una maquinaria corrupta, por una prensa que calla, altera, denuncia para lucrarse, aviniéndose a sus manejos. Que recuerden siquiera por un momento que son ellos los destinados a mejorar la vida de millones de seres humanos es un asunto que no se aborda en las series, ni en la novela de Dickens. La idea subyacente en ambas series, que constituyen una dura crítica a los políticos, es la de que para ellos el fin justifica los medios. Los grandes burlados son los electores, los hombres del común, sin otra alternativa que contentarse con mirar las máscaras y esperar lo mejor, cuando en realidad no tienen razones para hacerlo.
Me pregunto si estos programas televisivos tendrían tanto poder de sujeción, contarían con tanta audiencia, si mostraran a unos políticos altruistas, interesados en el bien común, honestos, con miras al futuro, fieles a sus esposas, a los amigos, conscientes de la grandeza de su tarea. Probablemente no. Tal vez se habrían reducido a un par de capítulos, a una película con poca audiencia.
Me pregunto también si esto se debe a que en el fondo creemos que las cosas son así, a que los ciudadanos del común estamos tan desilusionados de lo que ocurre en los elevados círculos del poder estatal, como los productores de las series. Que al verlas estamos aludiendo a algo más que al deseo de evadir por unas horas la realidad, de la mano de un melodrama cualquiera. O si al hacerlo reconocemos que nada sabemos, que en cuestiones de política solo vemos la punta del iceberg, que caminamos a ciegas, un rebaño guiado por quienes no deberían estar allí, frente a los destinos de millones de personas manipuladas a su antojo. Me pregunto si estas novelas, estas películas, refuerzan la mala idea generalizada de que cualquier funcionario público es culpable antes de ser juzgado.
¿Será que la realidad de los políticos solo puede ser una, la de Dickens, la de las series de Netflix, la de tantos escritores en sus novelas? Esperemos que no. Ellos son el motor que impulsa al país por buenas o malas rutas, el viento que sopla a favor o en contra. Los llamados a orientar bien esa “Polis” donde anhelamos vivir en paz.