Noviembre tiene algo extraño, una anticipación que huele a buñuelos y natilla. En la ciudad todavía no es diciembre, pero ya se siente. La gente corre de un lado a otro, como si el nuevo año estuviera detrás de la esquina, esperando su turno en el calendario. Las luces, tímidas al principio, comienzan a aparecer en las ventanas, y los vendedores sacan a relucir lo que parece un adelanto del futuro: guirnaldas, árboles, estrellas. Pero aún no es diciembre. En los barrios la vida cotidiana empieza a cambiar de ritmo, el viento de noviembre acaricia los rostros de las gentes, recordándonos que el fin de año se acerca, aunque el calendario insista en que todavía falta un mes. Hay algo en noviembre que lleva a los vecinos a barrer las aceras con más cuidado, a preparar la casa como si una visita importante estuviera por llegar.
Los ritmos de los días se alteran. Los pregoneros venden sus promociones con una cadencia distinta, como si sus voces llevaran consigo ecos del futuro. La gente compra vestidos y obsequios para agradar sus seres entrañables con la sensación de que están acumulando pedazos de sol para el mes que viene, un diciembre que todavía no es pero que se siente presente, como un perfume en el aire. La espera se vuelve casi tangible. En noviembre, las calles ya están decoradas, pero es un adorno en suspenso, a medio camino entre la cotidianidad y la celebración. Los árboles sin hojas en algunos barrios se adornan con luces que aún no se encienden, como promesas que flotan en la penumbra. Las luces de Navidad, aún apagadas, parecen fantasmas de lo que está por venir. Pero la gente ya las mira con esperanza, con un deseo casi infantil de adelantar el tiempo, de tocar con las manos un tiempo que sigue resistiéndose a llegar.
En este noviembre, los niños juegan en las calles con la misma alegría de siempre, pero hay algo en sus risas que parece esperar las vacaciones, las fiestas, los abrazos familiares. En las tiendas de barrio, las ofertas empiezan a tomar su lugar en los estantes, mientras los clientes hacen preguntas vagas, como si quisieran adivinar el futuro en el brillo de los escaparates. El mercado local también se transforma. Las señoras que venden en las plazas improvisan charlas sobre las mejores recetas para la Navidad, mientras recomiendan ingredientes y secretos de cocina que se han transmitido por generaciones. En noviembre, la comida también se adelanta, como si el hambre de diciembre quisiera comenzar antes.
Es un tiempo suspendido, un umbral entre lo cotidiano y lo festivo, donde la esperanza y la nostalgia se mezclan
Pero ¿qué es este diciembre en noviembre? Es un síntoma del tiempo moderno, de un vivir acelerado, donde las horas parecen escaparse como arena entre los dedos. El tiempo parece haberse desbocado, guiado por las luces de las vitrinas y las campañas comerciales. En medio de esta prisa la ciudad trata de respirar, busca detenerse por un instante, aunque sea en la penumbra del atardecer, cuando el sol se pone más temprano y la noche trae consigo el primer soplo de aire frío. La vida urbana, con su constante movimiento, se detiene un momento en noviembre. Es un tiempo suspendido, un umbral entre lo cotidiano y lo festivo, donde la esperanza y la nostalgia se mezclan. En noviembre, todos saben que algo importante está por llegar, pero nadie sabe exactamente qué es. Y en esa incertidumbre, en esa espera colectiva, hay algo de poesía y algo de melancolía.
La vida, en estos tiempos modernos, parece adelantarse siempre, como si el presente nunca fuera suficiente, como si siempre estuviéramos esperando lo que viene después. En noviembre, vivimos el futuro antes de tiempo, y esa prisa por llegar al final del año se convierte en un espejo que nos muestra nuestra ansiedad por lo que aún no es, por lo que queremos que sea. Diciembre en noviembre es una promesa, una esperanza vestida de luces y adornos, una tregua en medio de la rutina. Y al final del día, cuando la ciudad se sumerge en la oscuridad y las primeras luces navideñas titilan tímidamente, todos sabemos que el futuro ya está aquí, presionando, buscando señales para hacerse un lugar entre nosotros.