La alegría decembrina se siente el aire. Basta con salir a la calle para sentir una vibra completamente distinta a la que se percibía hace unos días. Es como si el sufrimiento que todos acumulamos durante este año hubiera estado esperando este momento para salir. Es como si ese velo triste y lúgubre que nos cubrió durante estos meses hubiera desaparecido repentinamente.
Probablemente, sea evasión, no enteramente voluntaria, por supuesto, pero se entiende. A estas alturas, todos estamos hartos y extremadamente cansados. No aguantamos una mala noticia más, ni mucho menos otro sinsabor. El 2020 fue difícil, muy difícil, más de lo que cualquiera pudo haber imaginado, y a todos, casi sin excepción, nos golpeó reiteradamente.
Por eso, a estas alturas, cualquier cosa que nos dé la ilusión de que nada de esto pasó y de que todo está en orden es bien recibida. Las fiestas de fin de año son perfectas para eso. No en vano el pasado día de velitas fue uno de los más fiesteros y alegres, al menos en apariencia, que haya experimentado en los últimos años. De verdad, llevaba tiempo sin ver tanto derroche de euforia colectiva. Es como si en una noche la gente hubiera tratado de exorcizar el drama. Ni pensar cómo será el 24 o el 31 de diciembre.
Y sí, hay que ser sensatos, la amenaza del virus está latente y la crisis desatada por él en varios ámbitos sigue vigente, pero es complejo. Después de tener disciplina militar durante parte del año y vivir confinados, es complicado no querer ser autoindulgente y quitarse tanto peso de encima. Creo que muchos, incluso los más grinch, festejarán durante este mes como si no hubiera mañana y, después de recordar lo que se siente estar vivo, enfrentarán lo que sea que les depare el universo en enero.