Debe de haber, supongo, en el inmenso mundo de la dramaturgia, una obra en la cual todos los protagonistas sean malos y perversos, muy malos y muy perversos, todos, compitiendo entre ellos por una presea de oro por la maldad. Y así, el hermoso protagonista pelinegro es tan malo como el villano pelirrojo o el pobre calvo que solo pasaba por ahí o la insignificante camarera en cuyo diálogo solo hay tres pálidas palabras. Pequeños o bizcos y hasta los que tienen una sonrisa angelical y ojos de un tierno azul como caído del cielo, son malos, o malísimos. Debe de haber, repito, una obra de teatro en donde el protagonista sea la maldad y no haya nadie medianamente bueno.
De no ser así, me quedo con el cine, y recuerdo haber visto una película de Batman en donde todos eran amantes de lo ajeno y adictos a la perversión, incluyendo a Robin. Y obviamente el mismo Batman andaba por el mal camino e iba a toda velocidad en su llamativo batimóvil. O pasaba eso o estaba mal traducida o perfectamente no estuve atento a todo y me inventé la historia cuando me preguntaron si buena o mala, que cómo me parecía.
Coincido entonces con aquel que ya está pensando a la altura de estas líneas que las artes no se han ocupado de la materia, que algo en lo cual todos son malos, pues carece de interés o emoción, ya que siempre debe existir alguien bueno para que equipare las cargas y agüe las penas y tristezas.
Hasta en la política.
En la política universal es bien difícil encontrar la maldad unánime y siempre encontramos a alguien (persona natural o asociación o partido) que de una u otra forma nos agrada y en quien volcamos nuestra sonrisa o aplauso y voto. Por muchos huecos negros, siempre hay una salida calurosa.
Pero hay momentos (cada noventa y tres años y pico según los últimos estudios) en que en determinada región y cuando han pasado las elecciones, todos los hombres (y lógicamente también mujeres) públic@s son carentes de atractivo y resultan ser malos. Muy malos.
Y eso ocurre precisamente ahora en Colombia, donde todo da a entender, aplicando la teoría política explicada brevemente en el párrafo precedente, que la totalidad de los políticos son malos, y si la duda existe no hay que ir sino a la diciente realidad.
El mismísimo centro es malísimo. Un gobierno de centro, ni chicha ni limoná, corrupto e ineficiente, perverso como los zorros cojos y que anda convencido de ser la gran panacea y el hacedor de la paz e incapaz de mirar la simple aterradora realidad. Vende puestos a tres pesos. Y también compra a dos con cincuenta.
Todos parecen esperar el guiño presidencial, verdes y morados, amarillos y azules. Todos quieren chupar.
Las extremas. Para llorar.
Uribe y Cepeda parecen pegados con el mismo pegante o las mismas babas, unas inmensas minorías ruidosas y sin propuesta diferente a gritar cómo son de fachas los otros o cómo de proguerrilleros los otros, sin gritarle al gobierno sus gigantescas falencias ya que el grito sordo es lo único que vale.
Y de los expresidentes, que debían ser unas especies de hadas madrinas o simples jarrones de porcelana, mejor no hablar. Parecen buitres. ¿O serán buitres?
Parece que esto dura hasta las próximas elecciones.
…y hablando de…
Inquietan los datos de Unicef sobre desnutrición y pobreza. Inquietan tantas cosas que a veces no inquieta nada.
Y hablando de inquietar, vi por televisión a los tres Galán. Dos políticos y uno que no, y el que no, dijo sin sorprender que es llamativo que la política en Colombia en nada ha cambiado desde que Luis Carlos Galán fue asesinado. Sus hermanos políticos guardaron silencio.
Cuando el alcalde Petro manda el trino en donde confirma que ha sido designado el sexto mejor alcalde del planeta, me dije, como muchos, que no hay peor error que creerse las propias mentiras.