Nunca nos enseñaron a elegir.
Nos enseñaron a aceptar. Y eso es distinto.
Nos dijeron que optar por una ruta distinta era buscarse su propio destino.
Y no lo dijeron en un tono bonito.
Nunca nos enseñaron a elegir.
Nos dijeron: esto es lo que hay.
Y volvieron virtud eso de salir al mundo a conformarse, nada más.
Te dijeron: no busques lo más bueno sino lo menos malo. Ese fue el mapa del tesoro que nos vendieron detrás de frases que sentenciaban: se-toma-toda-la-sopa-aunque-no-le-guste-porque-yo-soy-su-mamá-y-hay-mucha-gente-con-hambre, detrás de frases como aquí-se-hace-lo-que-digo-yo-porque-soy-su-papá-y-punto. Así nos enseñaron la culpa, claro, nos hicieron hijos del temor. Y de eso mismo, la culpa y el temor, se han valido para influenciar nuestras elecciones.
Somos un extraño lugar: nunca nos enseñaron a tener criterio para elegir.
Y dicen elecciones y cunde el pánico. Nunca la confianza.
Ahí es cuando recuerdas lo poco que sabemos leer. Leer no es sumar letras y pronunciarlas en voz alta para escuchar el sonido del ego afuera de ti. Leer es comprender. Y qué poco comprendemos en este país. Eso es tan notorio a la hora de elegir que pocos preguntan por una propuesta porque más les endulza el oído una encuesta. Se hizo ya habitual, como si fuera una casa de apuestas o una quiniela, darle votos al que luce ganador. Como si siguiendo ese parámetro así no perdieras vos.
Antes de hablar, escuchas.
Antes de escribir, lees.
Lo sabe un niño. Porque así aprende.
Venga aquí una lección: las elecciones del odio nunca dan amor por resultado. Eso aplica para todo en la vida, incluso para la política electoral. La vida no son las piedras que se lanzan desde algunos bandos. Por eso da tristeza este momento previo a las votaciones presidenciales en donde vale más el escupitajo que la ética.
Dos expresidentes a los gritos. Esas son las propuestas de campaña para gobernar este país. A más decibeles más votos, piensan. Todo es tan epidérmico y tan poquito intelectual que ni siquiera ha habido un debate televisado de candidatos en cadena nacional y a nadie parece que le vaya a importar.
Si hoy día las campañas siguen una doctrina es obvio que el principio que más ejercen es el que reza divide y vencerás. El único problema de ese principio es que rápido nos lleva a un mal final. En una nación dividida que ha conocido de hogueras de odio flaco favor nos hacen con alimentar el fuego. ¿A eso le llaman amor a la patria?
Miras desde la altura de este calendario en mayo de 2014 cómo será de alta la montaña el 7 de agosto de este año: la Plaza de Bolívar en Bogotá estará cubierta por miradas que al encontrarse sospechan y prometen que así mismo serán los cuatro años que vendrán. En lo alto no ondea una bandera sino una herida. Ese es el país que nos ofrecen cuando la venganza hace parte de la partida.
Qué bueno sería que la realidad no nos ofreciera votar en contra de alguien sino a favor del bienestar de todos. Pero no en forma de promesa hecha en tinta que se borra al primer descuido (y siempre hay alguien esperando que te descuides) sino como palabra de fiar, como compromiso ciudadano por todos entendido. Pero eso, esta vez al parecer, será otra vez una asignatura pendiente.
Un candidato dice Tenga miedo, vote por mí.
Otro candidato dice Tenga miedo, vote por mí.
Algunos ofrecen pagar mucho por un voto: a esos es obvio que tu futuro les vale poco. Y los partidos de los demás candidatos ya empiezan a mirar la segunda vuelta como quien decide qué orilla del río le conviene más a la hora de fijar su ruta de navegación. Poco les importa que se ahogue en esa corriente lo que queda de ilusión.
Para mí esta es una lección: ante ese marco que solo ofrece temor yo prefiero buscar en mis vecinos los motivos de la esperanza.
Nunca nos enseñaron a elegir, está visto, pero cabe decir que pensar nos hará bien y así el resultado no siempre será igual. Me niego a creer en el dogma de la nación de la resignación en la que nada cambia o solo puede ser peor.