El título de este artículo recobra vida en esta ocasión. La primera vez que lo vi era el titular de prensa en un periódico regional de la ciudad de Neiva, y las palabras fueron pronunciadas por mi querida tía Olga, haciendo alusión al genocidio político contra la Unión Patriótica. Hoy, yo retomo sus palabras y las traigo a colación para recordar e insistir una vez más en lo que tanto hemos venido recordando: No repitamos la misma historia.
El 11 de octubre de 1987 el país entero recibió un estremecimiento irremediable: Jaime Pardo Leal, presidente de la Unión Patriótica, extraordinario líder colombiano y uno de los más amenazados en el país por su política, caía muerto.
Aún hoy, cuando leo su historia de vida y de muerte se me forma un nudo de impensable dolor en mi garganta, puedo sentir lo que el país entero sintió aquel día, puedo revivir esa escena macabra impensable, ese sentimiento de impotencia y rabia que se juntan al título que toma esta columna, logro (con mi poca capacidad y corta edad) recrear sus últimos momentos de vida y como fueron arrebatados sus sueños de la noche a la mañana. Junto a Jaime, hasta ese entonces habían asesinado a otros 471 militantes de la UP, todos con un sueño común de cambiar a Colombia por un país equivalente, democrático y en paz.
Ese último deseo de paz que en Colombia parece que nunca hemos vivido, pues dos años después, el 18 de agosto de 1989 asesinan al prometedor líder liberal Luis Carlos Galán con ametralladora en mano, mientras realizaba su exitosa campaña política para la presidencia. A su lado, como fiel promesa de una política limpia y honorable 5 años atrás aproximadamente habían asesinado al mismísimo ministro de justicia Rodrigo Lara Bonilla, huilense que no le temió a denunciar todos los nexos del narcotráfico en Colombia (dominados en su mayoría por Pablo Escobar en aquella época).
Tan solo un año más tarde, con una ametralladora Mini Ingram 380 mataban a Bernardo Jaramillo Ossa, sucesor de Pardo Leal en la presidencia de la Unión Patriótica, el mismo que inspiró la hoy senadora y candidata presidencial Claudia López y así, seguían efectuándose de forma sistemática el asesinato de líderes sociales, mientras para la sociedad (acostumbrada a la sangre y la violencia) la muerte era cosa común del diario vivir.
Como si se tratase de una película en la que se utiliza la misma arma, 35 días después en pleno vuelo abaten y ejecutan sin piedad a Carlos Pizarro, quien también se encontraba en campaña presidencial bajo grandes influencias en el ámbito nacional.
Hoy en día, se cuentan entre 3.500 y 5.000 registros de simpatizantes de la UP que fueron silenciados del debate de la forma más cobarde y descarada, los demás sobrevivientes huyeron del país por miedo a terminar siendo una cifra más. En el 2014 la Fiscalía General de la Nación sentenció aquel exterminio como delitos de lesa humanidad y hoy reposa como consuelo y arrepentimiento del Estado una placa simbólica en el congreso de la república con la promesa de no repetir nunca más lo sucedido.
Promesa, que en mi opinión se tiró al olvido y la basura y ni siquiera hoy, con un proceso de paz en marcha, el Estado colombiano es capaz de garantizar seguridad jurídica y física a los que ya dejaron en el pasado la época de guerra y de violencia, es decir que esos que hoy sólo se quieren dedicar a forjar un gran futuro para el país están temblando del hilo al caer al abismo de la repetición de los errores del pasado. Mientras, son esos campesinos y personas de a pie (y no la alta clase que nunca vivió la guerra) los que hoy piden a gritos el cumplimiento de lo acordado por el Estado y las FARC, son los marginados y violentados los que hoy en día a pesar de todo, siguen teniendo la esperanza viva de poder cambiar la historia de nuestra nación, son todos los que estamos mamados de vivir en guerra los que pedimos que no se repita la historia y somos nosotros los jóvenes los únicos encargados del nuevo país , somos aquellos que tendremos en nuestras manos lo que es quizás el momento más importante para Colombia y estaremos como forjadores de tejido social para un territorio que tanto lo necesita.
A pesar de todos los hechos que demuestran lo contrario, el Estado se esmera en hacernos creer que las muertes de años atrás hoy no se repiten, y esos líderes hasta ahora asesinados son casos aislados y sin relevancia, pero las personas seguimos preguntándonos sobre la verdadera paz que queremos y no esa que reduce la inversión a la cultura, la ciencia y el deporte para seguir destinando (de forma incoherente y estúpida) en la guerra.
Hoy, una vez más nuestra esperanza está a punto de morir, o mejor aún: nos la quieren volver a matar. Dependerá de nosotros escoger si preferimos “hacer trizas lo acordado” y volver a una etapa oscura y sin sentido, o cambiar los nombres y apellidos que han dominado por años a Colombia y no nos han permitido salir de esta pesadilla, y de esa forma lograr construir juntos un país en el que quepamos y labremos todos a pesar de las diferencias, un país en el que la economía aumenta, la naturaleza se respeta y la convivencia se vive, ese país en paz con el que tanto y por tantos años hemos soñado, mejor dicho: un país que ya no tendrá que colgar más letreritos de consuelo en despachos que nos recuerden la muerte de los que nosotros mismos hemos asesinado con nuestra indiferencia y nuestras decisiones.