Día de mis muertos o la inmortalidad de los amigos

Día de mis muertos o la inmortalidad de los amigos

A propósito del Día de los Muertos. La línea imaginaria entre la vida y la muerte, pese a que el hombre se empeña en mantenerla viva, va muriendo

Por: Enrique Alegría Dulcamara*
noviembre 03, 2021
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Día de mis muertos o la inmortalidad de los amigos
Imagen: Vida y Muerte/Gustav Klimt

En estos días me he entretenido con la lectura y la relectura de algunos textos. Entre ellos, Memoria diaria de un condenado, de Pedro Conrado, y Fedón o de la inmortalidad del alma. Ayer, de otra parte, estuve en un bar abierto y me tomé unas cuantas cervezas con el solo propósito de escuchar de qué hablaban en las mesas. Cuando salí de ese lugar, me dirigí a la plazuela del Chorro de Quevedo para cumplir un compromiso que había adquirido. Sobre el camino, después de cruzar la segunda calle, había un grafiti en pintura negra: Cristo vive. Pero sobre el mismo texto, usando la C de Cristo, a manera de palimpsesto, otro grafitero había escrito El Che vive. No conforme, un nuevo grafitero, usando la C de Che, escribió Camilo vive. Al lado, El man está vivo. Todas estas imágenes discutiendo, las conversaciones en el bar y la memoria del condenado teniendo como fondo del centelleo sempiterno del dialogo socrático, me impulsaron a escribir unos renglones a algunos amigos que ya partieron y que por algún rincón deben andar.

MATILDE

Su nombre, María Matilde; por eso mi hija lleva el María. La abuela tenía la piel acanelada y los dientes níveos e intactos hasta más allá de la muerte. Se trataba de una mujer silenciosa, disciplinada y sumisa. Sonreía poco. Cuando estaba en la cocina, era capaz de percibir lo que sucedía con sus hijos o sus nietos sin importar a qué distancia se encontraran. Además, tenía la particularidad de que su presencia se sentía; todos podíamos estar distraídos en una jarana de juegos infantiles, pero sabíamos que se acercaba con su silencio aunque no la estuviésemos viendo. El bullicio iba desapareciendo hasta cero para reverenciarla.

El pintor Ojeda me trajo la imagen de Matilde alguna vez cuando hizo un comentario sobre uno de sus seres queridos que le provocaron el mismo sentir.

MAÑE

Nació en La Dorada, Caldas. Debía tener 85 años cuando lo conocí. Vivía en el barrio La Sierrita, en Barranquilla. Durante toda la mañana estuvo muy inquieto porque se sentía acosado por una joven que, desde el balcón, no le quitaba los ojos de encima. La mirada era tan penetrante que Mañe sentía que lo acusaba de algo y, cuando ya no soportó más, preguntó quién era esa muchacha, qué era lo que hacía que no dejaba de mirarlo. Todos salimos a verificar la presencia de la extraña y explotamos en risas; no había nadie sino la imagen de una modelo de televisión, que hacía publicidad a una empresa de telefonía. El pendón había sido colgado por un vendedor de celulares.

Pero la imagen indeleble de Mañe fue durante unas vacaciones en La Dorada. El rencuentro con la familia hizo renacer una noche como las que vivió en su juventud. Con la botella de cerveza soldada en la mano, comenzó a soltar pases de fantasía armonizados con la victrola, como en sus mejores tiempos de mozuelo. Con seguridad, ninguno de sus coetáneos hubiese hecho lo mismo; y cualquier joven de menos de una veintena se hubiera visto en aprietos.

Para entonces, ya Mañe debía estar pisándole los talones al siglo.

LEONARDO

Siempre vistió camisa y pantalón caquis, inmaculados zapatos negros y sombrero vueltiao. Los cinturones que usaba eran de doble faz, pues tenía la costumbre de abrirles un poco la costura para encaletar allí los billetes de alta denominación.

Leonardo era un hombre con “palabra de gallero”. Sus compromisos se podían lapidar. Cuando empeñaba su palabra, no necesitaba firmar una letra de cambio para que creyeran en él. Decía que “el hombre es su palabra”.

Fue un hombre que se hizo a puro pulso. No conoció el descanso sino cuando partió. Si se trataba de enrejar a un becerro, de herrar un mulo, de curar un novillo o si era la época de cosechar el tabaco, él era el primero en levantarse. Me hacía levantar a esa hora y, cuando estábamos en el corral, hacía que uno de los obreros ordeñara una vaca directamente en la jarra de peltre que yo había llevado para tomarme la leche calientica.

Uno de esos días, después de haber cumplido los sesenta años, un toro le dio una soberbia patada. Sin embargo, se levantó con el dolor hasta en las uñas y siguió curándolo sin ayuda de nadie.

Leonardo traía arrancamuelas y no dejaba de sonreírnos, pero igualmente era estricto y riguroso cuando daba sus órdenes, debían hacerse las cosas al pie de la letra.

MARTELO

En Plato, Magdalena, hubo un hombre que cargaba una caja de madera llena de cucas o galletas de panela. Con sus apetecidos manjares, era el proveedor de la mayoría de las tiendas. Los niños del pueblo le hacían compañía a lo largo del camino. Tenía la costumbre de, después del pedido, encimar sendas galletas a los niños de la casa. A nosotros siempre nos daba galletas porque exigíamos la ñapa sin comprar. Comerse una de esas galletas era la cosa más maravillosa que a uno le podía pasar en la vida.

SUSANA

Ella fue la mujer más bella de la tierra porque sus encantadores atributos físicos solo ornaban el río de su belleza interior. Susana era más alta que su marido y caminaba con la gracia de lo salvaje. Su mirada celeste hacía soñar. Saberse cerca de ella era tener garantizada la ternura y la alegría. Susana se llevó millones de cumbias encerradas en su cuerpo y muchas noches de acordeón donde su marido era el músico principal.

ANTONIO

Ese viejo de ancestros españoles nació en Barranquilla. Alto, fornido, piel rosada y cabello blanco. Fue la mezcla perfecta de lucidez, cultura, paciencia y fortaleza de carácter. La mayor parte de su vida la puso sobre las aguas del río Magdalena capitaneando un barco.

Después de haber pasado de ochenta años, Antonio me visitó dos veces en la Ciudadela Metropolitana, y en ambas ocasiones me hizo reír mucho. En la primera, se encontraba en el patio y, dada la circunstancia que una pierna le fallaba un poco al caminar, se cayó detrás del lavadero. Cuando pudimos levantarlo y sentarlo, dijo muy seriamente que él no se había caído sino se escondía detrás del lavadero. La segunda ocasión, yo rascaba la guitarra cuando me invitó a que le acompañara un bolero que había compuesto para una novia. Sorprendido, me dispuse a acompañarle esta letra que no olvido:

¿Qué quieres que yo haga,

pedazo de mi vida,

con este corazón?

Échalo a un caldero,

dale vueltas y vueltas

como un chicharrón.

CHAYO

Zaida María, Chayo, vivió más de un siglo. Cuando Gabo nació, ella ya era toda una señorita. Vivió en Zambrano, Bolívar, donde conoció todas las violencias del país; pero sus últimos años los vivió en Barranquilla, en el barrio El Limón.

Me cuentan que ella se encargó de cuidarme mucho tiempo cuando yo era un bebé. Creo que nadie me ha llevado tanto en el corazón como Chayo. Apenas sentía que yo estaba por ahí cerca, dejaba lo que estaba haciendo y corría a abrazarme y a cantarme:

Tundero, Tundero,

su mama lo parió encuero,

sin camisa y sin sombrero,

en la puerta del chiquero.

Tundero, Tundero...

Soltaba, entonces, la más estruendosa risa y la más diáfana sonrisa para celebrar que yo estaba llegando a los cincuenta años y ella a los cien y no había dejado la costumbre de cantarme El Tundero.

ELÍAS

En la década del 80, cuando todavía no había sido desplazado por la violencia, Elías vino a visitarnos a Barranquilla. Él es el abuelo acordeonista que hacía gaitas con los peciolos amarillentos que estaban a punto de caer del papayo. Una de esas tardes, por petición e insistencia mía, sacó el acordeón y tocó con dedos ya temblorosos, El Danubio azul.

Dos décadas después tuvo que vender su tierra, como rebaja de enero, para irse a vivir a San José del puerto de Las Lajas, un pueblo en el Atlántico que hoy llaman Ponedera. Allí le tocó atravesar el Niágara en bicicleta porque, aunque la familia nunca le dio la espalda, después de setenta y cinco abriles, tuvo que arrancar de cero una vez más.

TARSO

Caminando por una calle del histórico barrio La Candelaria, en Bogotá, escuché un grito cargado de alegría: “Enriiiiiqueeeeee”.  Era Tarso, un poeta trotamundos nacido en Calamar, Bolívar. Siempre fue efusivo y, como lo recordó alguna vez Álvaro Suescún, su amistad era incondicional, se quitaba la camisa por el amigo. La alegría del encuentro inesperado después de muchos años nos hermanó; tomamos un almuerzo y después, en un rincón cercano, tomamos un par de cervezas. Por suerte, llevaba unos ejemplares de sus dos últimos libros publicados y me los obsequió, por ningún motivo aceptó que se los pagara. Me contó, igualmente, que trabajaba para una emisora de amplitud modulada dirigiendo un programa ecológico.

En la maraña de sus ocupaciones, las mías y los horarios de trabajo cruzados, no nos volvimos a ver. Algunas veces nos comunicamos mediante correos electrónicos. Sin embargo, tengo la sensación de haberlo visto otra vez. Una media mañana, dirigiéndome a la plaza de mercado del barrio La perseverancia, un poco más allá de las torres que construyó Rogelio Salmona, hombre que también partió, un SDF me miró fijamente produciéndome cierta desconfianza. Cuando giré el rostro, el hombre esquivó velozmente mi mirada, pero yo alcancé a verle y verifiqué que su indumentaria era la propia de un SDF. Apresuré seguidamente el paso para ganar la calzada. La mirada fija del individuo no se borraba de mi pensamiento en el camino. Pese a que el sector era inseguro y la desconfianza que me produjo la súbita mirada, pude descubrir en la misma que la persona no era peligrosa y que, además, parecía querer decirme algo. Finalmente, mi cerebro conectó todo, era Tarso. De inmediato regresé pero no lo encontré. Caminé por los alrededores de la plaza Santa María, entre las plantas del parque, cerca del planetario, pero fue inútil.

PASTORA

Ella no alcanzaba a medir un metro sesenta. Más de medio siglo atrás había venido desde la región cafetera hasta el Caribe con un barranquillero en el corazón. Lo que Pastora no tenía en estatura le sobraba en generosidad. Era uno de esos seres que se desvanecen por ayudar a los demás; nunca tuvo apego a las cosas materiales. Cuando alguien la visitaba, aunque fuese por primera vez, servía la mesa y decía al desconocido: “Bien pueda”.

Sobre su hombro derramé mis lágrimas más de una vez.

VÍCTOR HUGO LÓPEZ PERTUZ

Una noche, en la librería Luvina, después que Rubén Darío Arroyo se había tomado un café y había partido a su alojamiento, me quedé tomándome unas cervezas con Víctor. Esa noche nació un capítulo de mi novela “Díganles que no lo maten”. Con Víctor era una exquisitez conversar, un arte olvidado por estos tiempos. Un gato no era tan atento como Víctor. Esa noche tuvimos como centro a Álvaro Cepeda Samudio, sus técnicas, el cine, su vida y su muerte.

Víctor era un excelente relacionista, fue él quien me presentó a Gustavo Petro. Además, me hizo conocer a muchas personas de la vida cultural bogotana.

Se trataba de un hombre honesto a toda prueba; tanto que se le podía entregar la tarjeta bancaria con la clave sin correr el menor riesgo.

Para terminar este paseo por la memoria, por ahí deben andar esos amigos que han partido. Adalberto Deulofeut nos hace partícipes de los vacíos de Reynold y de su padre, vacíos que llevamos todos y que no queremos aceptar, pero a los que tenemos que acostumbrarnos. Sin embargo, Carlos David Lucio nos regala la feliz postal del hombre de mirada clara que lleva a su hijo sobre los hombros, en caballito.

Por ahí deben andar esos amigos. Sócrates, tal vez, tenía razón.

[*] Escritor, Editor, Docente universitario, Especialista en Pedagogía de la Comunicación.

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