Esta mañana me desperté pensando en un país diferente, en verdad creía que había una oportunidad de hacer las cosas distintas. Si yo sé que Santos no en un santo, si yo sé que la guerrilla ha hecho mucho daño y que el acuerdo no era el mejor. No creía que mañana se iba a acabar la desigualdad, no soy ingenua. Pero SI significaba para mí un cambio, una transformación espiritual en la que mi corazón le diera espacio al perdón.
Muchas veces, lo admito, especialmente cuando me acerqué al fenómeno del secuestro desde la academia, pensaba “guerrilleros hij****”, al oír todos esos relatos de una guerra despiadada en la que mis compatriotas se desangraban de dolor mientras sus lágrimas sepultaban lo que quedaba de sus seres queridos, de sus familias, de un hijo, de un colombiano.
También sabía que la guerra en este país había sido desde siempre y sigue siendo un vil juego psicótico del que muchos actores se lucran. Tras esos rostros de hipocresía que esconden su participación en el narcotráfico, pactan la sangre ajena para seguir sacando provecho de las batallas que otros han tenido que librar, esos rostros que financian la guerra y se esconden en el escudo del patriotismo.
Si, lo confieso a veces me ganaba el rencor, la ira, la indignación, porque como algunos colombianos decidí comprar ese discurso que es ajeno y propio a la vez: propio porque me duele, nos duele como colombianos y ajeno porque debo decirlo, nunca he sido víctima directa de las balas, del desplazamiento ni de la guerra, o del conflicto interno como muchos quisieron llamarle a esa realidad cubierta de sangre desde hace más de 60 años.
Se acercaba el día de votar, mi cabeza estaba confusa y mi corazón dividido, encontraba muchos argumentos en contra del plebiscito, muchos a favor, todos válidos, todos respetables, al fin y al cabo, cada quién habla como puede de cómo le ha tocado en el baile. Finalmente decidí apostarle a hacer las cosas diferentes, si las FARC querían participación política y el congreso ya está cundido de narcotraficantes y paramilitares, no veo cuál es el escándalo de que las FARC puedan tener voz allí.
Revisé los acuerdos, encontré cosas que me gustaron, otras que no tanto y otras que ni entendía y me encuentro con uno de los argumentos más valiosos y nobles que había oído y que me ayudó a fortalecer mi decisión por el SI: “no me importa que a los guerrilleros les den plata, si eso implica que dejen de matar”, “no me importa que estén en el congreso si eso significa que nunca más vuelvan a empuñar un arma”. No podía venir de otro lado, sino de mis estudiantes, jóvenes que apenas se inician a la vida pero que ya vienen artos de esta cruel guerra.
Luego comienzo a oír relatos y opiniones de las víctimas directas, sus voces gritaban paz y alegaban sabiduría, y me pregunto, ¿si ellas han perdonado, por qué yo no?
De manera que el SI se convierte en un acto simbólico de perdón social, de aceptación de ese otro que es guerrillero pero que también es persona y que ha sido producto de una sociedad prepotente, indiferente y de un gobierno negligente. Ese SI representaba un verdadero acto de Fe, de Amor y reconciliación.
Mis ojos se inundaron de lágrimas ante tales resultados, se me revolvió el estómago y mi mente se oscureció, por un momento me devolví al pasado y reviví esa inseguridad, ese miedo, ese terror de los noventas, de cada bomba, de cada atentado, de cada noticia de tantos heridos y tantos muertos, reviví esa desazón de cuando el gobierno, o los paramilitares o quien quiera que haya sido, le robaron al país la última sonrisa con el crudo asesinato de Jaime Garzón. Vino a mi mente esa ceguera que vivió el país en el primer mandato de Uribe: “Vive Colombia, viaja por ella”, esa ira y esa frustración de los falsos positivos y las desapariciones forzadas, la Ley 100 y toda la demás porquería que nos hemos tenido que comer.
Lo confieso, me avergüenza, pero lo confieso, el NO, sacó lo peor de mí: ira, rencor, todo lo que critiqué de quienes no iban a votar por el SI. Iba por las calles de un país que sentía oscuro y desesperanzador, desolado y traicionero, cuando delante de mis heridos y vidriosos ojos aparecía una mujer que salió por la ventanilla del techo de un carro celebrando el resultado del plebiscito y batiendo la bandera. “Paramilitar…” le grité, en ese momento tuve miedo de mi misma, yo me convertía en la representación de la sociedad colombiana. “Mierda”, estaba cayendo en el juego de la polarización, estaba cayendo en el juego de los que piensan que la guerra se combate con más guerra, de los que creen ciegamente que la paz se consigue por encima de los demás y a costa de lo que sea.
Las lágrimas cesaron, pero sentí tanto vacío como cuando uno sufre una decepción, como cuando a uno se le muere alguien, como cuando uno siente que la vida se le va encima. Y al final resulta que estas son las bondades de la democracia, el concepto más subjetivo y relativo que pueda existir, a lo que no me gusta o lo que no me conviene, le llamo injusticia y a lo que sí, le llamo democracia.
Que dura lección política viví hoy, no puedo juzgar al otro ni sentenciarlo por votar NO, ese también es su derecho, esa elección no lo determina como ser humano, es también un compatriota y excepto algunos políticos, estoy segura que ese colombiano que votó NO, también quiere la paz. Lo que sucedió hoy nos demuestra que el país debe aprender a perdonar, pero para lograrlo el gobierno debe esforzarse por brindar condiciones mínimas de bienestar y protección a su pueblo para que la sociedad pueda ser una sociedad inclusiva en donde sus ciudadanos respetemos y velemos por los derechos de los demás.
A Santos se le olvidó que las FARC no son la enfermedad, son la fiebre de un país que está enfermo de inequidad, un país enfermo de desnutrición en donde sus niños y niñas mueren de hambre, en donde la gente muere en los pasillos de los hospitales esperando a ser atendidos, en donde la gente no tiene una vida digna y en donde la educación es entendida como un campo de entrenamiento de monos en vez de un escenario de trasformación social y cultural.
Y a nosotros se nos olvidó que la paz la construimos cuando somos capaces de respetar al otro en su diferencia, la paz se vive en la cotidianidad cuando dejo de alimentar odios y en vez de gritar puedo dialogar, la paz se siente cuando soy capaz de ver lo que ve el otro.
Sé que muchos compatriotas se han sentido derrotados y sus corazones sólo vieron frustración, pero no todo está perdido, ahora queda que se emprendan nuevas acciones para mejorar los acuerdos, queda hacer la paz en la calle, en el barrio, en el trabajo, en los colegios y en cada hogar de ese pueblo colombiano que sabe ponerse de pie a pesar de los golpes.