Día 40: reflexiones de una peste

Día 40: reflexiones de una peste

“Con la enfermedad suele empezar esa igualdad que la muerte completa”, escribió Samuel Johnson, vaticinando lo que llegaría a ser verdad

Por: Natalia Gómez Bolaños
abril 23, 2020
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Día 40: reflexiones de una peste
Foto: Leonel Cordero

Hoy cuento el día 40 o tal vez 41 en un calendario de incertidumbre y amaneceres siempre rutinarios de una peste que parece no tendrá pronto fin. Una realidad etérea, aterradora e impuesta.

Por ahí leí que "la historia progresa sobre la espalda de quienes disienten", que "no criticar lleva a la complicidad con lo que está mal, a la pasividad", en conclusión, que en una democracia, como ciudadanos, estamos obligados a expresar nuestro disentimiento, a observar con mirada crítica. Así las cosas me dispongo a reflexionar, a expresar mis puntos de inflexión por estos días en que el optimismo rehuye al asomo de una estrepitosa calma, porque nada pasa mientras, al tiempo, imperceptible y latente, todo pasa.

Urge una reflexión, hace falta repensarnos, decontruirnos, sobreponernos al poder cimentado de los prejuicios y las creencias que considerábamos correctas. ¿Acaso por estos días, no se antojan extravagantes los lujos innecesarios (antes cotidianos) en medio de un mundo decaído, que no sabe qué hacer con sus millones de pobres? ¿Acaso no debería remordernos la consciencia al gastar en comidas a domicilio y compras online, envueltas en plásticos e icopor mientras otro sobrevive con el mercado maltrecho que le hizo llegar el gobierno, entre trámites menesterosos: una libra de arroz y un par de granos que calmen el ardid de las tripas inconsolables?

Me asalta la duda del comportamiento humano, tan cambiante ante la circunstancia, pero tan reacio a la realidad ajena, esa frase sabía de “el hombre piensa como vive”.

Hoy mientras unos aumentan incalculablemente los desechos que poco a poco se acumulan en los basureros del mundo, otros escarban en las basuras por un pedazo de pan. El medio ambiente, muy a pesar de esta crisis fantasmal, ha salido favorecido (o al menos en cuanto a contaminación atmosférica), sin embargo aumentaron los volúmenes de residuos no reciclables tan rápido como la propagación del virus en EE. UU., al tiempo que las actividades de reciclaje alrededor del mundo cesaron por temor al contagio, se reanudó el uso de bolsas plásticas y muchos optan por los domicilios como su mecanismo de satisfactoria supervivencia, lo que significa muchos envases de un solo uso apilados en las basuras.

El virus no solo nos ha hecho replantearnos como personas en el tiempo de encierro que hemos tenido para pensar si quiera en el sentido de nuestra existencia, sino que nos ha sugerido evaluar en qué momento el consumismo dejó de ser sensato y se convirtió en salvaje. Cuándo fue que el sistema nos sobrepasó. La atmósfera se recupera en nuestra ausencia y nosotros aún no hemos encontrado la manera de subsistir en paz con la pachamama.

Parece inverosímil que fuera necesaria una situación imprevisible e inédita para interrogarnos cuestiones tan cotidianas como la inconmensurable brecha social que atraviesa cada rincón de nuestro país y del mundo. Vuelven a mi mente las reflexiones sobre el consumismo excesivo, la ausencia de consciencia social en un contexto desolador en medio del desasosiego que generan los índices de pobreza. En Colombia por ejemplo entre 2016 y 2018 aproximadamente 1’107.000 personas entraron en pobreza multidimensional (es decir carencias en múltiples aspectos como condiciones educativas del hogar, condiciones de la niñez y juventud, trabajo, salud servicios públicos domiciliarios y vivienda), y 190.000 en pobreza monetaria (refiere el porcentaje de la población por debajo del mínimo de ingresos mensuales definidos como necesarios para cubrir sus necesidades básicas), algo así como que el 19,6% de la población del país vive en la pobreza.

Ni qué decir del contexto mundial, con el 10% de la población con menos de 1,90 dólares al día y alrededor de 1100 millones de personas en condiciones de pobreza extrema; donde no sobra iterar que la mayoría de ellas viven en zonas rurales, tienen escasa instrucción, trabajan principalmente en el sector agricultura y son menores de 18 años. Según Naciones Unidas, ya antes de la pandemia 100 millones de personas sufrían en condiciones graves de hambre a 2018 y otros 143 millones estaban a un paso del mismo destino. Aun sin crisis, en América Latina alrededor de 4,2 millones no tenían nada en la alacena para su subsistencia, aun así, prefiero no adelantarme a lo que pasará bajo este panorama que minimiza la disyuntiva ente salud y economía.

Es cierto, los efectos económicos no son menores, los estragos de la recesión no darán espera, tan solo en Estados Unidos 20 millones de personas han quedado desempleadas en lo que va corrido de abril, nadie puede negar que a todos nos preocupan las finanzas, la pérdida del valor y el capital de los empresarios, la ausencia de liquidez que no da abasto frente a miles de salarios que ahora se representan como pasivos, generados por trabajadores cesantes que se resguardan en sus casas (si es que las tienen) para protegerse del enemigo invisible.

Indiscutiblemente alguien va a salir perdiendo. Habrá que poner en la balanza si vale la pena arriesgar algunas vidas por mantener a flote la economía. Algunos perderán ahorros, el trabajo de años. No se sabe que nos espanta más, si la quiebra y la estrechez económica o ver morir a unos cuantos, cuestionándonos si es preferible que haya nuevos huérfanos a sacrificar al sistema. En Colombia, como en tantos otros lugares del mundo, el azar de las circunstancias siempre ha definido el destino de algunos, porque la magnitud de sus decisiones no es tan pesada como el lugar en donde les tocó nacer.

A medida que la desigualdad aumenta, ricos y pobres viven vidas cada vez más separadas, son extranjeros en realidades vecinas, ausentes en un mismo contexto mientras se socava la solidaridad que tanto necesitamos en esta coja pero perenne democracia

Las fronteras se han hecho tenues entre la agilidad de la comunicación, no obstante la desigualdad incólume; ojalá el bombardeo de imágenes y noticias al que nos vemos expuestos todos los días en medio del confinamiento nos permita solidarizarnos con el otro, tiene razón quien dijo que “es cierto que el coronavirus no discrimina, pero no todos estamos igual de expuestos, ni todos estamos en las mismas condiciones para afrontar la crisis”.

Reza el dicho popular que después de la tormenta vendrá la calma, que de toda crisis se aprende y se sale fortalecido. Si para algo debe aprovecharnos este sacudón del irascible destino, que sea para reinventarnos, replantear nuestros hábitos innecesarios y perpetuados, para tener consciencia de consumo y consciencia social. Pensemos antes de comprar algo si realmente es necesario o imprescindible. Seamos solidarios, todo se resignifica en medio de la crisis y eso incluye nuestro comportamiento social tan apático al otro.

El COVID-19, además de pandemia, es una crítica moral contra la autosatisfacción y el consumismo excesivo. Algunos dirán que nada tiene que ver la pobreza con el materialismo insaciable, pero tiene que ver mucho: hace falta una política con resonancia moral que ponga en entredicho el modo de vida que llevamos, sería la única manera de acabar o al menos menoscabar las injusticias de la pobreza. Necesitamos apelar a un sentimiento comunitario.

Mientras escribo esto, algunos huelguistas norteamericanos salen a las calles con letreros que dicen cosas como “Sacrifice the weak, re open Tennessee” (sacrifiquen a los débiles, abran Tennessee), 19 mujeres fueron asesinadas en Colombia durante la cuarentena por violencia intrafamiliar, 209 en México y 21 en Argentina. Aun así no creo que Camus haya tenido razón cuando dijo que la peste puede ir y venir sin cambiar los corazones de los hombres, aún tengo fe en la bondad del ser humano por naturaleza. Tal vez los sobrevivientes seamos como dijo Abad Faciolince: “De repente solidarios, altruistas, generosos. En una palabra: buenos”.

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