Detrás de un vendedor de Vive 100, el 'Red Bull' criollo

Detrás de un vendedor de Vive 100, el 'Red Bull' criollo

Ocho horas a sol y agua para al final del día llevarse $10.000 para la casa ¿Cómo funciona este negociazo de bebidas energizantes que tiene un solo dueño?

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abril 17, 2021
Detrás de un vendedor de Vive 100, el 'Red Bull' criollo

Alberto Rojas trabaja ocho horas. La misma jornada que cumple cualquier empleado con un salario mínimo con sus prestaciones sociales.  Alberto trabaja para una de las empresas colombianas más importantes, la multilatina Quala. Alberto no tiene un salario justo, ni está afiliado ni a salud ni pensión y mucho menos disfruta de vacaciones. Alberto es uno de los miles de vendedores callejeros de Vive 100, el “Red Bull” criollo más exitoso del país.

Alberto tiene 54 años. Se levanta todos los días a las seis de la mañana. Mal desayunado: con un tinto pintado de leche y un par de panes, sale de la pieza en la que vive en arriendo y convive con su esposa, su hijastra de siete años, y su hijo de cuatro, en La Victoria, uno de los barrios más humildes de San Cristóbal, localidad clavada en una de las montañas del sur de Bogotá. Su esposa también trabaja como ambulante, desde que la despidieron de la panadería donde trabajaba, vende tintos en la calle.

Un par de años atrás Alberto barría las calles como empleado de Aseo Capital. Tenía buenas condiciones. Por razones que desconoce y por las que nunca preguntó, no le renovaron el contrato. En los días siguientes se puso su mejor pinta, que repetía constantemente, y tocó un par de puertas con hojas de vida bajo el brazo. Con 50 años encima, sin estudios, los bolsillos vacíos y cuatro bocas por alimentar, las esperanzas se fueron desvaneciendo con cada no por respuesta a sus solicitudes de empleo.

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Desde hace dos años Alberto Rojas trabaja como vendedor ambulante de Vive 100. Se gana 10 mil pesos diarios.

Encontró en las ventas callejeras su mejor opción. Su única opción. Le pintaron, como a todos lo que llegan allí, un panorama interesante. Sería un trabajador independiente. Sería dueño de su tiempo y el sueldo se lo pondría él mismo. Hace dos años presentó papeles: la fotocopia de la cédula, una hoja de vida y una recomendación personal. Si le hubieran pedido una bancaria estaría fregado, lo dice burlándose de sí mismo y sonríe bajo el tapabocas negro que lo ayuda a protegerse tanto del sol como del coronavirus. Lo contrataron sin contrato. Pero si pierde el uniforme, o los productos o las neveras donde los guarda, tiene que responder por ello. Sus compañeros de trabajo: Johan, el niño de 16 años que limpia vidrios o la joven que vende maní, le ayudan a cuidar el carrito mientras recorre la fila de carros.

El punto de trabajo que le asignaron en la agencia que lo subcontrató, y que al mismo tiempo es subcontratada por vendedores de Quala, es el semáforo norte de la carrera 68 con calle Tercera. Sus clientes son los conductores que frenan en ese punto para seguir por la 68 hacia el sur o para tomar la calle Tercera hacia el oriente. Cada dos minutos y medio tiene 52 segundos para la venta.

Son las 10:32 de la mañana de un jueves cualquiera. Alberto, como casi todos los días, llega a su punto de trabajo a las ocho de la mañana. En casi tres horas ha vendido un Vive100 de $2.000 y un Saviloe, que también vale $2.000. Por cada botella de dos mil que Alberto vende a él le corresponden $450. Y $300 si vende la botella pequeña, la que vale $1500.

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Quala es una multilatina colombiana dueña de las marcas populares más vendidas del país. Su presidente y fundador es Michael de Rhodes.

Le compro un Saviloe y le invito uno. Él escoge uno de los energizantes que tiene en la nevera que cuelga de su hombro derecho y que cada vez que se va desocupando llena de un carrito que está puesto en la mitad del separador, donde en la mañana, cuando recoge el uniforme, la nevera y el carrito, ha metido 60 botellas y mucho hielo en bolsa para mantener fresca la bebida.

Diez minutos después un taxista le compra dos Vive100 y en la misma parada una señorita de cabello rubio le compra otro. Hace cuentas, mira lo que tiene en el canguro que lleva amarrado a la cintura y recalca que ha vendido siete. Son las 11 de la mañana y después de cuatro horas de trabajo se ha ganado $3.150.

La venta promedio de Alberto son 30 botellas al día, la mayoría de ellas de $2000. A veces vende un poco más o un poco menos. El clima es su aliado y también su enemigo. Cuando el sol es picante las ventas suben un poquito y cuando llueve son pocas y a veces nulas.

Cuenta que todos los días llega a la habitación con unos diez o doce mil pesos en el bolsillo. Compra una bolsa de leche, pan, y el resto se lo da a su esposa para el almuerzo del día siguiente. Es una escena monótona que se repite día a día. Alberto lleva dos años trabajando como vendedor de Vive 100.

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Los vendedores de Vive 100 no cuentan con ningún tipo de garantías laborales. Ni siquiera tienen seguridad social.

Quala cuenta con miles de ‘albertos’ para lograr las millonarias ventas de Vive 100 y de otros productos que vende en la calle como los Bon Ice y las crispetas Popetas. Productos que no tendrían el mismo liderazgo sin las maniobras de sus vendedores ambulantes que, aunque representan a la empresa, parecen ser el eslabón más olvidado de la cadena.

Esta multilatina es la líder en la fabricación y venta de productos para el consumo masivo volcados principalmente al consumidor popular. Son los duros en productos para estratos humildes.

Quala también es la dueña de las marcas Frutiño, Doña gallina, Ricostilla, La sopera, Quipitos, los exitosos Bon Ice y de Insta Crem, el producto con el que el colombiano de padres extranjeros Michael de Rhodes empezó la fábrica en 1980. El portafolio de la empresa del marsupial australiano está compuesto por más de 70 marcas que le dejan una utilidad anual superior a los $15 mil millones (cierre 2.019).

—La necesidad tiene cara de perro— es la sentencia conformista de Alberto antes de despedirse y perderse afanosamente entre la fila que carros haciendo sonar unas botellas de Vive 100 vacías que llaman la atención de otro taxista que le compra una botella más. Solo tiene 52 segundos para la venta. Ahora yo hago cuentas: ha vendido ocho. Ha vendido $16.000. Ya es medio día, después de casi cuatro horas de trabajo se ha ganado $3.600.

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