Por la Constituyente de 1990 votó apenas un 25% de electores. Que la democracia electoral colombiana funciona con baja participación no es algo nuevo; en la década de 1930, conocida como época de ampliación de los derechos políticos, las tasas no pasaron del 30% debido al sectarismo de la oposición conservadora que predicaba abstenerse. En la década siguiente y, en especial al ascenso del populismo de Gaitán, 1944-48, la participación aumentó, llegando en 1949 al 73%, efecto probable de la conmoción por el asesinato del caudillo y las secuelas del 9 de abril de 1948. Luego descendió por el abstencionismo liberal y La Violencia. En el Plebiscito de 1957, cuando por primera vez votaron las mujeres, la participación alcanzó un 84% para empezar una especie de caída libre, frenada parcialmente por la irrupción del MRL y sobre todo de la Anapo. En esos tiempos votaba más gente en las elecciones bianuales de Cámara de Representantes que en las presidenciales.
Colombia —excepto en momentos de expansión electoral, ligada al surgimiento de grandes líderes carismáticos— registra abstención urbana superior a la rural; eso pasó este 8 de marzo en Bogotá. Los pequeños partidos deben estar agradecidos porque esa fue la causa de que pasaran con holgura el umbral del 3% y Petro puede estar tranquilo si es que llega a la revocatoria el 6 de abril.
Históricamente la participación aumenta cuando suben al escenario jefes capaces de presentarse como alternativas radicales al statu quo; llega entonces el recreo para el ciudadano de a pie que se entusiasma y la política le interesa y emociona. Bajo esta consideración, ¿en qué quedaron Uribe y su movimiento?
Cada quien habla de la feria según le va en ella. A la del 8 de marzo acudieron los uribistas a recuperar lo que les habían arrebatado, 40 senadores como mínimo. Pero una vez conocidos los resultados se desgarraron las vestiduras y gritaron fraude, “congreso ilegítimo”, “gran chocorazo”. ¿Por qué? El punto de partida era el enorme capital político de Uribe; después de ocho años de gobernar terminó el mandato con un envidiable 75% de aprobación. No en vano había sido el gladiador del micro management de los Consejos Comunitarios y gran campeón de la guerra implacable a las Farc. El 7 de agosto de 2010 no siguió la costumbre de esperar en la casa presidencial a la llegada del sucesor y su séquito. Santos lo invitó a la ceremonia de posesión en la Plaza de Bolívar; lo sentó a su lado, de frente a la multitud. Parecía un padre orgulloso entregando la estafeta al hijo predilecto; realmente no lo era pues uribito Arias había perdido la consulta azul. Pese a todo, aquel 7 de agosto Uribe debió pensar que tenía en el bolsillo al presidente y controlaba el Congreso; el gran revés había sido esa sentencia de la Corte Constitucional —igual de chuzada que las otras Cortes— que le atajó la segunda reelección. Pero esa tarde ceremonial ofició de patriarca de la nación, caudillo con heredero. A los tres días de posesionado el nuevo presidente se largó a la Quinta de San Pedro Alejandrino, en el radio de influencia del desmovilizado y luego extraditado Jorge 40, a darse abrazos con Chávez, el demonio. Nadie olió azufre.
Tres años y medio después, Uribe el traicionado se midió en la urna apostándole a la lista cerrada y sacó 19 senadores. ¿Hazaña o parto de los montes? La respuesta va en gustos y que el lector escoja. Aquí hablamos de algo más de 2 millones de votos uribistas, un 6% de los cedulados; esto sabiendo que hubo millón y medio de votos anulados y sin saber cuántos mayores de 18 años no tienen cédula. Porcentaje magro si el punto de partida era el 7 de agosto de 2010. Habían fallado esas cuentas de votos de opinión + votos de estructuras. Resultado desastroso al lado de los ejemplos de Olaya, Gaitán, Rojas Pinilla o aun López Michelsen en 1962.
Por esto Uribe no perturba los equilibrios profundos del sistema; más bien confirma lo sabido: que es un alfil en el tablero. En La Habana pueden seguir trabajando tranquilos aunque sí es aconsejable que apuren el paso y que el gobierno se prepare a negociar en serio con el ELN.
Habrá advertido el lector los enormes vacíos de este comentario: aparte de referencias al género, debí mencionar la violencia y coacción a cargo de narcotraficantes, paramilitares, guerrilleros, que ha cedido pero deja consecuencias; la parapolítica; “las estructuras”; las compras masivas de votos; la financiación por debajo de la mesa de las campañas; el patronazgo y clientelismo rampantes. Del 36% de cedulados que votó válidamente, un porcentaje x no ejerció el derecho electoral con su voluntad, razón y en desarrollo de su personalidad. Pero la fiesta sigue.