Desplazamiento: así comenzó el éxodo que marcó mi destino y el de miles de colombianos

Desplazamiento: así comenzó el éxodo que marcó mi destino y el de miles de colombianos

"No teníamos nada, nada más que esta historia que contaba todos los días a mis vecinos, amigos y conocidos como una búsqueda de respuestas que nunca he tenido"

Por: Rafael Perez Gomez
abril 17, 2018
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Desplazamiento: así comenzó el éxodo que marcó mi destino y el de miles de colombianos
Foto: PxHere

Corría el mes de octubre del año 1998 y las reuniones con los comandantes de los frentes de guerra del mal llamado “ejército del pueblo” se hacían más frecuentes. Asistir a estas era un deber que nos habían asignado y todos así lo sabíamos. Campesinos y gente del pueblo se congregaba al llamado y “ellos” se esforzaban tratando de convencer a la población civil de los municipios de Río Viejo, Norosí, Puerto Rico Tiquisio, Arenal y todos los corregimientos y veredas de la zona de que ellos eran los padres protectores de todo mal, peligro y asechanzas del enemigo eterno: el gobierno.

Desde hacía algún tiempo tenía la idea que algo debía pasar y que la situación tendría que cambiar. No me cabía en la cabeza la idea de poderío que los señores ostentaban. Me cuestionaba el hecho de que un grupo armado ilegal mandara en la zona con tal fervor, como todo un estado anárquico y soberano dentro de otro estado social de derecho.

Desde sus inicios esta ha sido una región de nadie, escondida a los ojos del estado y de los organismos gubernamentales y escondite de grupos de esclavos que huían de la barbarie y de aventureros exploradores. Una extensa zona abundantemente rica y acogedora en todos los sentidos; sus tierras son productivas, puesto que las bañan innumerables quebradas de aguas cristalinas y las custodian montañas espesas que albergan abundante vegetación. También hay infinidad de especies de flora y fauna y tesoros escondidos bajo la faz de la tierra.

Este era el lugar perfecto para los campesinos laboriosos que nacen y ven transcurrir su vida cultivando la tierra y viviendo en la tranquilidad que les ofrece la vida rural; pero también ha sido el escondite perfecto para un monstruo tan cruel como el de tus peores pesadillas. Es la guarida perfecta para esconder las culpas y para dar a luz un monstruo cruel, que fue creciendo poquito a poquito, ante la mirada cómplice de todo el mundo, incluso de los ciegos ojos del estado; un monstruo insaciable que empezó por consumirse la tranquilidad, la paz, la inocencia y luego las riquezas naturales —entre ellas, el oro, las montañas y sus preciadas quebradas—. Sin embargo, lo más aberrante es que se fue consumiendo las vidas de muchos que corrieron tras él, engañados por el éxtasis de una vida llena de lujos, pistolas 9mm, motos DT, camionetas Toyota, plata, mujeres y vida fácil, creyendo que sería una vida para siempre.

Yo era uno de esos laboriosos campesinos. Mi finca estaba a la orilla del camino real que conducía a la cabecera municipal, un pueblito bonito en donde todo transcurría con calma y bajo el estricto y sigiloso mandamiento de los que se hacían llamar “los agentes del orden”. Quizás no se veían, pero todos sabíamos que los sin rostro estaban y mandaban.

En la finca se vivía tranquilo, lo teníamos todo para ser felices: las cosechas de plátano, maíz y yuca producían de forma abundante, alegre y rápido; los huevos de las gallinas eran los más sabrosos de la región; las gallinas de la finca rendían los sancochos sin tanto bastimento; carneros, cerdos, queso y suero nunca faltaban. Todo marchaba tan bien que creía que era un sueño lo que estaba viviendo. Decidir el quehacer era cuestión de esperar el tiempo, no había sobresaltos ni imprevistos. ¡Gracias Dios porque este es el camino del progreso!, pensaba y pregonaba a cada rato, haciendo apología a las riquezas que tenía en la finca antes del éxodo.

La relación con los vecinos era de lo mejor, pues me había casado con la hija del dueño de la finca que colinda con la de mi papá, ahora mía. Y bueno, estaba entre familia. Todo, todo, pero todo marchaba bien; soñaba despierto con tener esa finca produciendo, llena de ganado alegre, gordo y lechero. No obstante, cuando estaba en mi idilio de amor se escuchaban los pasos livianos y sigilosos que se acercaban a la casa como si estuvieran jugando al escondido, ya sabíamos de qué se trataba. Aunque no los alcanzáramos a ver todavía, ya sabíamos.

—Compañero buenas noches.

—¡Buenas noches!

—Compañero, estamos luchando por el pueblo, para que la región progrese.

—Ombe, qué bueno, así debe ser, cuénteme qué se les ofrece.

—Compañero, los camaradas tienen hambre, que tiene por ahí que nos pueda  vender: queso, suero, yuca, gallina, lo que sea.

—Sí, claro. Gracias a Dios.

Cuando tú estás en medio del conflicto, no te puedes negar a nada. Tocaba venderles porque si no lo haces te conviertes en enemigo y eso no era nada bueno.

Mi papá, en su sabiduría y preocupado por lo que me pudiera pasar, armado de valor y revestido con las oraciones de mi mamá, habló con quien se decía era el comandante para hacerle saber su temor por el riesgo en el que yo estaba, toda vez que ellos pasaban como Pedro por su casa, debido a que quedábamos a la berma del camino por donde todo el mundo caminaba para ir de un pueblo a otro. Aunque era un secreto a voces la presencia de “los señores del orden”, todos, como el estado, nos hacíamos los de orejas sordas, porque irónicamente había otra realidad a la que todos nosotros le temíamos mucho: al ejército. Quedar en medio del fuego cruzado era una constante de temor.

Poco a poco el secreto a voces empezó a tener sonido y los rostros ocultos empezaron a develarse. Empezó a hacerse normal ver el grupo de guerrilleros en los caminos, en las fincas, en la plaza de mercado del pueblo, en el carro de línea (carro que viaja de un pueblo a otro), en el hospital y en todos lados. Ellos desde siempre conocían a todo el mundo y los pobladores poco a poco los fuimos identificando, pues la voz pasaba de finca en finca.

Una mañana de una madrugada fresca, llena de roció mañanero, me llamaron desde el porton de la finca… cuando salí me encontré con alguien que era muy familiar. Se trataba de Bolívar, un viejo amigo compañero del colegio, había ascendido rápidamente en el movimiento guerrillero. Lo saludé sorprendido puesto que no sabía de su vida hacía muchos años. Me dijo: “marica, te tengo un negocio. Resulta que en la finca de un viejo hijueputa quemaron la casa y soltaron el ganao y yo traigo estas novillas, tíralas al rastrojo que tienes allá atrás del cerro y en tres o cuatro días yo saco ese ganao y te doy tu navidad, esto funciona así”.

Hoy por hoy, doy gracias a Dios por la decisión que tomé. Si hubiese aceptado muy seguramente, otro estaría contando esta historia.

En nuestra región las vacas, los caballos y hasta los burros, que no son tan burros, sabían quién era la guerrilla y qué era vivir en medio del conflicto armado, sin haber escogido ni aceptado estarlo. A nosotros no nos preguntaron, como a ningún colombiano le han preguntado si quiere ser parte del conflicto, simplemente te involucran y hacen parte de él. Y los animalitos, como nosotros, también estaban en el dilema de estar en el conflicto o salir a buscar nueva vida, quién sabe para dónde y con el peso de cargar una cruz tan pesada y peligrosa “ser tildados de guerrilleros”. Eso daba miedo de verdad, más aún cuando era de conocimiento de todos que el que saliera de la región era desterrado o muerto, pues se convertía en objetivo militar de la guerrillera. Qué posición tan jodida.

En la última reunión a la que fuimos convocados en octubre de ese año, mientras el pueblo guardaba un silencio infernal por el pánico que cundía a las almas de todos, retumbaron como balas las frías palabras del comandante: – “Nosotros vamos a proteger a nuestro pueblo, a nuestros campesinos de los oligarcas que quieren joder todo el tiempo al campesino”, acompañando el discurso con populismo e ideologías revolucionarias. En esa última reunión hicieron mucho énfasis en que el estado quería joder siempre al campesino, con los insumos agrícolas, comprando las cosechas a bajos precios, sin hospitales ni colegio y, que si salíamos de la región el gobierno nos iba a matar; pero el punto central de la dichosa reunión fue anunciarnos el ingreso militar de un grupo no antes mencionado que pretendía dañar y acabar con la región – “Pero ustedes tranquilos que esos hijueputas paramilitares no van a entrar, nosotros no le vamos a permitir que entren”.  Fue lo último que dijo el comandante en su discurso.

Ese fue el primer día que escuché ese nombre, nombre que hasta el día de hoy me atormenta en mis sueños, provocando las más oscuras pesadillas, grupo que me obligó a salir corriendo y dejar todo tirado, sin que “nadie” me defendiera.

***

Cuando salimos de la reunión y de regreso a las fincas no había un solo ser humano. Que cómo eran, que de dónde venían, que cuántos eran, ni idea. Lo único que sabíamos era que venían. ¿Cuándo? No sabíamos, pero que venían, venían. Venían apoyados del gobierno, según decía el comandante.

A los pocos días, ya corría el mes de noviembre, la zozobra aumentaba y nadie auguraba una buena navidad ese año. Una mañana vi pasar varias volquetas Kenworth cubiertas con un plástico negro, todos sabíamos que esas volquetas eran de los manes del cerro, o sea la guerrilla. En los caminos se rumoraba que la carga de los carros era “la provisión nueva de armas producto de la venta de coca”. La verdad, ya los días no eran días sino siglos. Uno de esos interminables días me topé con aquel “Bolívar” y me dijo que estuviera tranquilo, que ellos iban a repeler la invasión paramilitar en el sur de Bolívar.

Pero los comandantes del orden no dimensionaron la arremetida de la incursión paramilitar y menos las alianzas estrategias que esta tenía (ganaderos, políticos, empresarios, militares, gente con mucho poder y ansiosos de más guerra y muerte como medio para seguir gobernando).

Lo anunciado se hizo real, las sospechas se hicieron efectivas y como algo apocalíptico, el génesis de un éxodo cruel cayó sobre nosotros, sobre nuestras fincas, nuestros animales, nuestras familias y sobre todo lo que se moviera en esta región.

Era mediodía cuando vi que pasaron los carros de línea con mucha gente, de inmediato me fui para donde los vecinos a preguntar qué pasaba y al ver el evento ellos se alertaron también. Entonces se nos ocurrió ir al pueblo para ver qué pasaba. Ensillamos caballos y salimos al galope. Los animales son animales, pero cuando es la vida la que está en peligro son tan sigilosos y cautos como nosotros; los caballos esos días sabían el nivel del éxodo y por eso corrieron más rápido que nunca.

Al llegar al pueblo vimos mucho movimiento, los comandantes pegados a los radios llamando, respondiendo. Se escuchaban los llamados de auxilio: “nos están atacando, pilas que nos están dando duro. Cambio”. A los cinco minutos de estar en la plaza del pueblo tratando de informarse de la situación, llegó la primera volqueta llena de cadáveres de guerrilleros muertos, de inmediato se paralizó el pueblo; eso fue un minuto eterno de silencio. Las personas, los animales y todo quedó como petrificado. Ni siquiera el lamento moribundo de un herido “¡Aaaaaayyyyyyy me duele!" que retumbó en la torre de la iglesia e hizo un eco que se escuchó en todo el pueblo rompió el silencio eterno. A la gente del pueblo se le pusieron los pelos de punta y una nube negra se posó y cubrió el cielo azul. Se presentía el ángel de la muerte recorriendo cada camino, cada potrero, cada rincón del pueblo y de la región.

Las órdenes del comandante no se oían, pero se alcanzaba a leer en sus labios que decía: “Oiga usted, lleve esa volqueta al cerro de atrás”, “ustedes busquen la pajarita de la alcaldía, caven un hueco y entierren esa gente y los heridos métanlos al hospital y que los atienda”. La verdad, todas las personas parecían muertos caminantes.

Se me vino a la cabeza de inmediato el pensamiento que había tenido desde hacía algún tiempo, ese sentimiento de que un día no lejano todo iba a cambiar, que vendría algo o alguien y acabaría con esto, aunque no me lo imaginé así. Yo no quería guerra y no apoyaba a los paramilitares, solo quería salir del yugo de esos verdugos que dominaban en toda la región sin que nadie los hubiese nombrado jueces. Yo imaginaba una invasión, así como cuando lo romanos invadían otros pueblos o los bárbaros otras regiones, eso que lograba leer de los libros que me traían mis hermanas de la ciudad y que relataban batallas heroicas, pero humanizantes. ¡Ay! Mis hermanos de la ciudad, gente tan afanada por construir sus sueños, llevándose por delante lo que se les atraviese, tan orgullosos de sus avances tecnológicos, siempre alardeando de los beneficios de vivir en sus barrios, comunas, conjuntos residenciales y hoteles, esos que miran como gallina a cucaracha cuando ven a un campesino.

***

Desperté de la hipnosis que tenía y le dije a mi cuñado: "Cuñao, corramos a sacar a nuestras familias que esto está muy feo". El comandante al ver que la gente estaba corriendo comenzó a calmar a la población gritando que ellos estaban bien armados y preparados, que no iba a pasar nada. No obstante, la gente no escuchaba una voz distinta a la del corazón que le gritaba “saca a tu familia de este infierno”.

Cuando regresamos a la finca me tiré del caballo y le dije a mi esposa que cogiera a los niños y corriera, que eso estaba muy feo. Ya se escuchaban los combates cerquita. Lo único que pudimos sacar de la casa fue a los niños y con lo que teníamos puesto, iniciamos el éxodo.

Mientras mi esposa cogía a los niños, yo miré por un instante mi finca: la vi tan verde, tan hermosa, el lugar donde había depositado mis esfuerzos, mi trabajo y mis esperanzas de un mejor futuro. Dudé en salir de ella, vi a los animales asustados y con una mirada como preguntando qué era lo que pasaba, por qué estaba yo así. De repente alcé la vista al cielo como buscando respuestas a lo que pasaba, pero solo vi el salso donde tenía almacenado un maíz que había recogido en la última cosecha. Le solté una tabla para que cayera el maíz al piso y así los animales tendrían que comer, por si era mucho tiempo lo que nos tocaba estar por fuera. Fue lo único que pude hacer por mis animalitos, porque no dio tiempo para más, ya el sonido ensordecedor de las ráfagas y las bombas nos obligaban a salir corriendo.

Todo se quedó atrás, todo se quedó perdido para siempre, nunca más hubo regreso. Miré por última vez mi finca amada. Con lágrimas en los ojos, pero con el valor de salir huyendo para salvar mi familia, corrimos tanto que llegamos a Santa Helena, un pueblo que estaba como a una hora de a pies. Era aterrador las escenas que se veían en ese pueblo. Cada segundo llega gente de todas las latitudes huyendo, corriendo, descalzos, llorando… porque ya habían pasado los paramilitares por sus pueblos y/o sus fincas y no era nada alentador el panorama, no era nada bueno lo que contaban.

Ahí pasamos la primera noche. Nadie durmió, niños, adultos, mujeres hombres y hasta los animales que pudieron correr quedaron ahí amontonados. Comprobé el pudor de la gente, el lado más humano y el lado más oscuro del ser humano. En el camino a Santa Helena vi como un tractor llevaba dos señoras, las mujeres más gordas que había visto en mi vida, ellas no podían caminar y las llevaba una carreta la cual tiraba un tractor. Antes de llegar a Santa Helena se les varó el tractorcito, esas señoras lloraban pidiendo auxilio, que no las dejaran morir, pero nadie se detenía ayudar, puesto era la vida de ellas o la vida propia.

Al día siguiente la gente comenzó una marcha hacia Río Viejo, el pueblo en donde se creía que se podía estar a salvo. En esa marcha solo se escuchaba el llanto de hombres, mujeres y niños, que era silenciado a veces por el estrepitoso ruido de las ráfagas de ametralladora. De repente pasó un volteo en el que logramos subir a una de las mujeres y los niños, los hombres y las demás mujeres de la familia, junto con la muchedumbre, seguimos la marcha a pie. El camión se llenó de caminantes peregrinos y daba horror y dolor ver la gente que se colgaba a las barandas del volteo suplicando que por lo menos llevaran a las mujeres y los niños.

No había prejuicios sociales, no había riquezas, no había más nada que una necesidad colectiva de preservar la vida. Todos éramos iguales: humanos con nuestra humanidad al desnudo, sin riquezas ni pobrezas, porque solo teníamos los trapos remendados que traíamos puestos.

***

No había tiempo de pensar en nada distinto a correr cual atletas profesionales que luchan por un oro olímpico. Corríamos y cuando escuchábamos los combates cerca nos metíamos en el monte para evitar que nos sorprendieran en el camino.

Se escuchaban las historias más reales y horrorosas que nunca ningún ciudadano de la región había imaginado. Las historias de muerte eran el tema de conversa cuando el llanto cesaba y al mismo tiempo eran el motivo para que volviera el llanto. Alguien relata que cuando pasaron por Buena Seña, un pueblo ubicado al norte de mi finca a unas tres horas, todo estaba en humareda, pues los paracos prendieron fuego al pueblo; dijo que encontraron un muchacho a la salida del pueblo degollado y guindado en un palo. Otros contaban que cuando pasaron por la Y (unión de dos vías: una para Norosí y otra para Buena Seña) todas las fincas de ese sector estaban en ruinas por el fuego y que la orden era quemar todo y matar todo lo que se moviera, porque todo lo que se encontraran en el camino era guerrillero.

Fue entonces cuando llegaron los comentarios más tenebrosos, alguien dijo que había visto de cerca a los paramilitares que eran unos hombres que no retrocedían por más duro que fuera el combate, que no tenían temor a la muerte como si fueran de otro mundo, y que con ellos venían hombres con la cara tapada y que esos eran guerrilleros que se habían cambiado de bando y que venían con lista en mano señalando a los guerrilleros y a quienes le colaboraban.

Eso sí que fue un detonante de pavor. Todos éramos conscientes de que en medio de tanta gente podían venir milicianos o guerrilleros camuflados y eso nos hacía a todos objetivo militar de los paracos. Esos hombres con la cara tapada o en ocasiones con la cara pintada de negro, con tal de ganarse el perdón de su vida, señalaban a cualquiera y le firmaban la sentencia de muerte.

En otro momento de esos, en los que volvía en mí, miré a lo lejos y pude divisar el tanque elevado del acueducto de Río Viejo y grité con las fuerzas que no eran mías, sino del Todopoderoso que aún nos mantenía vivos: "Llegamos a Río Viejo, ¡estamos a salvo!". Fue una extraña sensación, no sé si de alegría o de dolor. Llegaba la tarde y con ella nuestro ocaso. Nadie salió corriendo a recibir a los viajeros o a ofrecerte las galletas que vendían en el puerto, ni sonriendo a ayudarte a cargar las maletas, como era lo usual. Solo las campanas de la iglesia al sonar del tin- tan, tin- tan le daban la bienvenida a los viajeros que llegaban por montones y más montones. La alcaldía dispuso de los colegios para albergar a la gente.

Llegó la noche y con ella, las nubes de mosquitos, que esta vez no molestaban a nadie, porque la gente estaba tan asustada que la incomodidad o el peligro de los mosquitos era inofensivo. Las mujeres, niños y adultos durmieron amontonados en los salones de clase del colegio de bachillerato o de la escuela de primaria, mientras que los hombres hacían rondas vigilantes en las entradas del pueblo, como si se tratara de un juego entre la vida y la muerte.

En la mañana siguiente las polvorientas calles del pueblo que nos dio albergue amanecieron custodiadas por unos hombre desconocidos, tantos para los propios como para los recién llegados;  hombres vestidos de camuflado, con armamento y con un mal humor que se notaba desde la distancia y no se distinguían de la policía o del ejército puesto que todos visten el mismo camuflado verde oscuro. Se rumoraba que tenían listas en manos, lo cierto es que a todos los hombres y mujeres les pedían cédula como si fueran la policía. El desafortunado que apareciera en esas listas negra sabía que tenía un camino directo al cielo o al infierno, eso era lo que pregonaban los hombres de muy mal aspecto que patrullaban el pueblo sin Dios y sin ley y creyéndose dioses, autoridad y jueces. ¡Qué vaina! Durante tanto nos impusieron unas ideas ideológicas de “la revolución de las ideas populares” para ahora ser castigados, en la ignorancia, con la pena de muerte.

En esos momentos yo me preguntaba, ¿dónde está el estado?, ¿dónde está el gobierno? Había leído algo sobre el estado social de derechos y en estos momentos ninguno de nosotros tenía derecho ni a la vida, porque en cualquier momento nos la quitaban, así porque sí. Se oían voces de “cambiar de bando” y yo me preguntaba "pero, ¿cuál bando?". Yo no quería estar en ningún bando, nunca he estado en ningún bando, yo solo quería trabajar en mi finquita. Pero ni a quién echarle la culpa y ni con quién quejarse, porque ¿a quién? A la guerrilla no se podía, a los paramilitares sí que menos, no había policía, que por cierto no sé dónde estaban en esos momentos, el ejército no se distinguía entre tanto camuflado, la alcaldesa llorando de temor y la gobernación a cientos de kilómetros, donde la noticia llegó tiempo después, cuando todo había pasado y ni qué hablar del presidente, esa noticia llegó a la casa de Nariño casi cumpliendo el año del evento.

Ningún ente del estado vio nuestro éxodo, nadie nos ayudó a huir, nadie nos ayudó a pedir que no nos mataran o que no quemaran nuestras fincas. ¿Sería que se hicieron los de la vista ciega o el odio sordo?, ¿sería que miraron para otro lado para desviar la mirada hacia nosotros?, así como cuando tú estás caminando y miras para otro lado para no mirar el mendigo que viene a pedirte algo.

¿Para dónde se fue el defensor del pueblo en ese momento?, ¿sería que estaba de vacaciones, mientras los pobres campesinos corríamos despavoridos para salvar nuestras vidas?, ¿dónde estarían las organizaciones que interceden en conflictos armados la iglesia, la cruz roja? En general, ¿qué estaba haciendo el resto del país mientras nosotros corríamos llorando nuestra tragedia? No lo sé, yo solo sé que tenía que correr y proteger mi familia, porque ni a mis animales pude proteger.

Así comenzó el éxodo que marcó mi destino y el de miles y miles de colombianos. El destino que quizás estaba escrito en mi vida, no sé quién lo escribiría, pero así pasó y que sumado a eso, ahora me toca cargar con un rebautizo que me hizo el gobierno y que me impuso la violencia, desplazado.

Ya contaba con un poco más de calma porque mi familia estaba a salvo, si es que esa calma podía llamarse calma. Es que estar en medio de un combate entre dos grupos armados dispuestos a matarse por el poder y control de una tierra rica y de nadie, estar en medio del olvido y no tener ni qué comer, ni con qué cambiarte los harapos rotos vestigios de una tragedia, eso no es que sea mucha calma. Pero ahora luchamos para sobrevivir: hay que buscar comida y ya no están las gallinas aquellas gordas y sabrosas, ni los huevos, ni la leche, ni nada, de nada. Solo hay un hambre que está devorando a la gente, tal vez tan brava como la misma violencia que nos azota con el látigo de las balas y las granadas. Granadas tiradas a mano o con fusiles, esos mismos fusiles que mandaron del otro lado del mar para que nos mataran como si fuéramos animales que a nadie le importaran.

Asombra el deseo de poder y de tener de quienes nos gobiernan, el bien propio pisotea y mata el bien común; quienes nos deben cuidar nos fusilan y quienes deberían velar por nuestro bienestar nos arrebatan nuestra tierrita y nos lanzan de mendigos a los pueblos y ciudades.

Pasaban los días y el hambre aumentaba o matábamos el hambre o el hambre nos mataba a nosotros. Solo había una solución para el problema del hambre, el hambre mía y de mi familia y de todas las cientos y miles de familias que nos encontrábamos apretadas como sardinas enlatadas en los salones del colegio de bachillerato. “Sardinas y galletas”, de eso había bastante en la tienda que tenía la prima de mi cuñada en la finca. Esa finca quedaba como a cinco minutos de la finca mía. Comenté la idea con los cuñados y entonces organizamos una cuadrilla de hombres todos vecinos, amigos y hermanos de la madre tierra, todos campesinos.

Salimos en la mañana a ver qué encontrábamos para comer, pero más que comer era ver cómo estaban nuestras parcelas, nuestras fincas, nuestros animales. Todo se organizó muy bien, pedimos permiso a los hombres sin nombre que patrullaban en las calles para poder regresar a las parcelas después de ocho días de intensos combates, porque necesitábamos buscar comida, eso fue lo que argumentamos. Un comandante de los paracos nos dio el permiso bajo nuestra propia responsabilidad. Éramos conscientes de que estábamos entre juego cruzado y el que nos encontrara seguro nos mataba.

De nuevo contratamos el volteo que sacó a nuestros niños y mujeres de Santa Helena hacían ocho días. El conductor con tanto miedo como nosotros, pero impulsado por la necesidad de ganarse algunos pesos, nos dijo que nos adentraba hasta cierto punto y que si escuchaba mucho combate se regresaba de donde estuviera.

Con un miedo inexplicable, que solo lo pueden sentir las animas que caminan por el camino del purgatorio, con ese mismo miedo caminábamos nosotros, un camino hacia nuestro santuario de amor, nuestras parcelas. Sabíamos que ese camino estaba sembrado de las trampas más mortales que nuestra mente imaginaba.

Fue así como hicimos el pacto a la salida de Rio Viejo rumbo a la finca: cada hombre de este grupo de hombre se hace responsable de cada uno.

—Al momento de escuchar algún llamado de alto o disparos cada uno corre por su vida.

— ¿Corre para dónde?

—¡Para donde quiera!

Ese fue el acuerdo. Asomaban los claros del día, esa era la señal de la salida. El carro peleaba con la maltrecha trocha para que lo dejara avanzar, nosotros mirábamos sin mirar a ningún punto. Llegamos en el volteo hasta un punto después de Santa Helena, en donde está el campo de fútbol del pueblo. Ahí nos bajamos del carro y comenzamos a caminar en fila india, uno detrás del otro, sabíamos que ese camino debía estar minado con minas antipersonales o las bien llamadas “quiebrapatas”.

De aquellos paisajes verdes, alegres y vivos ya no quedaba nada. Los animales entendían a la perfección lo que estaba pasando, ellos sabían que la propia muerte rondaba por todos esos potreros. Se notaba porque cuando nos veían se nos pegaban atrás como pidiendo auxilio, pidiendo comida, pidiendo agua y más aún, pidiendo una respuesta a lo que pasaba, pidiendo una explicación del porqué a ellos les tocaba eso, ellos que solo eran animales obedientes.

Cuando solo llevábamos unos pocos pasos, encontramos el primer cadáver, un ser humano que cayó en una mina antipersonal, tenía botas y camuflado, no tenía arma; pero mientras unos mueren otros tienen la posibilidad de la vida. Se observaba en el cielo una gran cantidad de goleros que alegres por tanta carne putrefactas festejaban la bonanza. No podíamos detener nuestra marcha, porque sabíamos lo que nos acechaba.

Así, bajo un sol ardiente llegamos hasta la primera finca, nuevamente compruebo el lado más humano del hombre, al ver cómo llorábamos como niños chiquitos con un llanto silencioso, nadie consolaba a nadie, todos llorábamos de ver tan devastado panorama. "¿Aquí qué pasó?", "la propia muerte con sus ayudantes pasó por aquí", susurró alguno.

Solo llegamos hasta el portón de la finca y no nos atrevíamos entrar, todo era gris, no había colores bonitos como antes y un olor putrefacto invadía nuestros olfatos. ¡Uf carajo, qué podredumbre! nadie se atrevía entrar a la casa porque pensábamos que era una persona. El cuñao lloraba al ver su finca de toda la vida bajo el dominio de los goleros que se regocijaban de alegría. Cuando nos dio el ánimo para entrar a la casa nos dimos cuenta de que era un marrano que habían matado y pelado en la sala de la casa y los goleros estaban haciendo fiesta con la cabeza del marrano y los restos.

La misma situación se presentaba en todas las fincas que íbamos pasando. Cuando llegué a mi finca encontré las puertas abiertas, toda la ropa regada en el piso, documentos tirados, las camas estaban en el patio ubicadas en puntos estratégicos, como si estuvieran haciendo vigilancia, los colchones tenían lama verde del agua y el sereno. Vi la partida de bautismo de mi hijo tirada en el suelo, con agujero el cual creo que es una bala que dispararon. Al salir de la casa, vi en la puerta tallada en madera de corazón de iguamarillo, un letrero con letras negras que decía: “Somos las autodefensas de Colombia no queremos sapos”. Las lágrimas no paraban de salir, como si también ellas supieran que pasaba.

Solo teníamos unos minutos para salir de la finca, como pude ensillé el caballo y recogí el ganado. Mis animalitos tan asustados como yo seguían mis instrucciones y el camino para salir rápido de la finca a la que tanto amábamos. No había gallinas en el patio, ni puercos ni carneros. Los únicos rastros de gallinas que encontré fueron los muslos y perniles dentro de las ollas que estaban en el patio en las cuales habían hecho sancocho; aún quedaban las presas que no se alcanzaron a comer; los carneros los despellejaban como con la mano y los cocinaban en medio del potrero. Encontré los platos en el camino, las cucharas en las fincas vecinas y todo tirado como a propósito.

Una vez que reunimos el ganado en la finca de mis suegros comenzaron los combates, los animales se querían salir del corral, querían salir corriendo como animales atletas. Cuando estábamos a punto de dar marcha de regreso, algo petrificó de miedo hasta nuestros tuétanos, la respiración se silenció, miraba a mis cuñados y el rostro de muerte que tenían me asustaba. Poco a poco lo que era sombra de muerte tomó rostro de hombres armados, sí, pero con caras demacradas del hambre y del combate feroz; bajaba por el cerro de enfrente de la casa hacia donde estábamos nosotros, no hubo tiempo a correr todo fue en cuestión de minutos. Respiramos nuevamente cuando alguien de los armados gritó con voz conocida el nombre de los que estábamos ahí. "Marco, Poncho, Balme, Carlos, ¿qué hacen ustedes aquí?". Vimos a varios hombre flacos y sucios que después de mirarlos muy bien identificamos, eran muchachos del pueblo que estaban en la guerrilla, nos advirtieron de lo que ya estaba advertido y nos alentaron a salir pronto de la zona porque los combates estaban tan vivos con el sol que nos sofocaba. Miré para atrás y vi a lo lejos mi finca. Nuevamente quedó mi finca sola, sola y olvidada. Dejaba abandonada mi finca en la que tanto había trabajado.

Comenzamos la peregrinación de vuelta a Río Viejo, esta vez los ganados eran nuestros compañeros; los estribos de las monturas hacían un ruido único, era el movimiento del temblor de las piernas del físico miedo, los combates se enfurecían cada vez más, como pidiendo sangre y más vidas para consumir. El ganado se derrotaba en el camino y lo peor era que no había tiempo para detenerse a recogerlo. Algo que hasta la fecha no he visto jamás, es como se parían las vacas y las yeguas en la carretera, producto del miedo, de un momento a otro, cualquier vaca preñada se acostaba y paría ahí mismo y tocaba dejarla ahí sola con su cría. Eeso de dejar abandonada a una vaca parida en potrero no era canon de nuestra cultura campesina, hasta ese día.

Llegó la negra noche y bordeándola a ella, llegamos nosotros a Río Viejo con las piernas ensangrentadas y las nalgas peladas por la montura del caballo de tanto cabalgar. Encerramos el ganado en una finca cercana al pueblo y las mujeres prepararon agua tibia con sal para las peladuras de las piernas y ungüento con hierbas para las heridas de las nalgas.

Comprobé entonces que hasta en las peores tormentas siempre hay alguien que saca provecho, mientras muchos corríamos, otros aprovechaban el sufrimiento ajeno, algunos milicianos y gente de mala intención recogía las pertenencias ajenas que fueron olvidadas por el afán: el ganado, los caballos, los peroles, los colchones y todo lo que quedaba abandonado en las casas o en los caminos. Es una condición humana hacer daño o aprovecharse del caído, es así como muchos aprovecharon para hacer sus riquezas personales con el miedo de los otros.

Nuevamente me preguntaba por qué me pasaba esto a mí, si yo solo estaba trabajando honradamente mi finca. Preguntaba dónde están los que protegen la integridad de los pobres y oprimidos del mundo entero.

Vendiendo algunos de los animalitos que logré arrebatarle a la barbarie y poner a salvo en aquella finca hice el transporte para trasladarse hasta una parcela de mis papas, que ya para la fecha habían salido de la zona y comprado en otro departamento huyendo de algo que se veía venir, pero que nadie imaginó fuera tan pronto y en magnitudes tan brutales.

Con el cambio de hábitat los animales se enflaquecieron y muchos murieron como de nostalgia o de hambre; mi esposa, mis hijos y yo no teníamos ropa, no teníamos nada, nada más que esta historia que contaba todos los días a mis vecinos, amigos y conocidos como una búsqueda de respuestas que nunca he tenido.

No retorné nunca más a la finca de mis amores por el miedo a la situación del conflicto, comencé una vida nueva llena de muchos, pero muchos tropiezos y pese a que mis vecinos regresaron a sus fincas, yo no regresé. El hecho de pensar que tenía que convivir con varios grupos armados que se pelean en férrea lucha el poder de la coca y del oro de la región no me dio ánimos de volver. La finca de mis amores se perdió en el olvido de la selva del Sur de Bolívar. Las láminas de zinc del techo se las robaron; los potreros, los alambres, los colores, la magia se perdieron. Algunos años después la vendí con el dolor de mi alma y con un nudo en la garganta, ni siquiera fui capaz de ir a despedirme de ella o a darle las gracias por tantas cosas buenas que me dio y por lo que me enseñó.

Con el dinero de la venta de la finca compré una humilde casa en el departamento de mis orígenes, me tocó trabajar en lo que no sabía, en lo que no me gustaba, pero tenía que buscar el sustento para mi familia. Después de alguno tiempo el gobierno se manifestó conmigo y me incluyeron en un programa de desplazados como para que olvide mi éxodo, modo holocausto nazi, de la cual no tengo a quipen culpar porque todos los actores le echan la culpa al otro. A la fecha, nadie me ha pedido perdón por haber matado mis animales, por haberme hecho correr de mi finca, por el daño psicológico a mis hijos, a mi mujer y a mí mismo. Gracias a Dios tengo la vida y a mi familia, mi motor para seguir viviendo.

Aún sigo siendo campesino de sangre y pensamiento a mucho honor, aunque ahora me toque vivir en la ciudad. Mi familia quedó con traumas producto de una guerra injusta. Hoy me gano la vida cuidando maquinaria y empresas que no son mías, pese a ello doy mi agradecimiento infinito a Dios por haberme puesto en ese momento histórico del país, porque me enseñó a ser fuerte, a valorar la vida, a querer mi familia.

* En homenaje a todos los desplazados por la violencia de los campos colombianos.

 

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