No podemos quejarnos de la Reforma del Equilibrio de poderes, porque de ella quedó el único punto valioso de su contenido: la caída de la reelección presidencial. Esta vez, más que cuando fracasó el experimento de López Pumarejo (1942-1945), quedó probado que esa figura eficaz en los Estados Unidos y en los países con régimen parlamentario, entre nosotros es perniciosa y nefasta. Las segundas partes de Uribe y Santos lo reconfirman.
Uribe tapó con sus éxitos militares el eco de los escándalos en su segundo período, pues salió con un 80 por ciento de aprobación, pero el catálogo de convictos y fugitivos de su nómina de colaboradores, de ministros para abajo, no lo registró nunca antes otro presidente sin ojos ni oídos para lo feo de su gestión. Santos tiene, a pesar de la paz, los pedazos de una Colombia desmembrada entre sus manos y con un 14 por ciento de aprobación. Como para un cuento de Truman Capote titulado El desperdicio de un Premio Nobel.
Más dañino que los errores de Mosquera, Murillo, Núñez y López Pumarejo resultó el articulito que sustituyó, ese sí, el espíritu de la Constitución de 1991. De forma que los cuatro años adicionales de operaciones militares que necesitaba Uribe para ganar la guerra, y los cuatro de Santos para consolidar la paz, nos tienen coleccionando frustraciones y sin brújula que nos reencauce hacia la realización de los fines del Estado.
Mal hizo la Academia al premiar a Santos después de la derrota del 2 de octubre. Él, y solo él, fue el responsable de los resbalones posteriores del proceso. Un político cabal, con un 60 por ciento de desaprobación entre sus gobernados, no comete el disparate de someter a refrendación popular unos acuerdos cuya aprobación era potestativa de él, por mandato superior. Pero, soberbio y obnubilado, creyó que con una propaganda que nos costó a los colombianos 4,5 billones de pesos, y con los cuales hubiera podido evitarse los problemas con Fecode, Buenaventura y Asonal, se reía del mundo. Una prueba de fuerza innecesaria y torpe.
Un político con un 60 % de desaprobación entre sus gobernados,
no comete el disparate de someter a refrendación popular
unos acuerdos cuya aprobación era potestativa de él
Entre tanto, lleva el sol a la espalda y a Colombia asediándolo de protestas, paros, bloqueos y reclamos por incumplimiento. Los puntos honrosos de la historia no serán los que se propuso, y su Nobel no se recordará, ni de lejos, con el orgullo con el que los colombianos recordamos el de García Márquez.
No hay armonía entre sociedad y Estado, y el presidente y sus ministros ignoran el modelo de realidad que nos rodea. La ciudadanía va por una calzada y la legislación por otra. Nuestra democracia falla como elemento de razón y el No del plebiscito podría encontrar desquite en nuevos y peligrosos retrasos de lo pactado con las Farc, que ya son numerosos y complejos.
Entre más habla el presidente Santos, menos le creen los colombianos. Un gobernante sin credibilidad debilita la legitimidad de las instituciones y atrae, como la miel a la mosca, desatinos y anarquía, y los agrava con ministros como el señor Cárdenas, el mismo de Dragacol, Reficar y Bioenergy, que tiene a la mayoría de sus víctimas viviendo al debe y con amenazas de embargo masivo si persiste su mora con los impuestos que no pagan porque no tienen con qué. Es don Mauricio necesita gasolina para aumentar la cuantía de los contratos de su hermano con la Nación, antes de 7 de agosto de 2018.
En un encuentro casual con el expresidente López Michelsen en el Restaurante Casa Vieja de la calle 89 con carrera 11, dos días después de nombrado Santos ministro de Defensa, le comenté que ese tercer ministerio le aseguraba la candidatura en el 2010. Con un Santos basta, me contestó. Y sonrió, sardónicamente, como para completar con lenguaje corporal su visión del personaje.
De haberlo dicho en público, López nos hubiera salvado de elegir al único presidente que se inventó un antídoto contra su acierto de mostrar.