Antes de que el lector se escandalice y me insulte por el título de este artículo, debo aclarar que hablo de alcance, de difusión, no de calidad. En efecto, comparar estéticamente una novela que tiene 350 páginas con una canción que demora poco menos de cinco minutos no solo es una insolencia, sino también una obcecación.
Cien años de soledad es el ingenio puro, la más vívida creatividad de un artista. Despacito es un producto manufacturado por varias cabezas. Cien años de soledad es la lengua española llevada a sus máximas posibilidades estéticas. Despacito es el lugar común, la melifluidad. Sin embargo, me sostengo en la afirmación del título: Despacito es, después de muchos años, el producto más importante de la lengua española.
Nuestra lengua, a pesar de tener un pasado imperial y ser la segunda con más hablantes del mundo después del chino —aproximadamente cuatrocientos millones de personas hablan español en distintos puntos del planeta—, es una lengua de segunda mano. Es producto de un imperio, sí, pero de un imperio con más pasado que presente.
La lengua del comercio, de la diplomacia, del arte, de la ciencia y la tecnología es la inglesa. Nosotros, los hispanohablantes, estamos en un tercer o cuarto renglón de importancia política y económica —y la lengua y la política son dos instancias indisolubles—; eso hace que el español sea un idioma segundón, con más hablantes que peso político, con más añoranzas que herencias. En este mundo globalizado es más importante macarronear el inglés que aprender a utilizar bien el español. Y en eso radica el valor absoluto de Despacito.
La plataforma de videos de Google, YouTube, me arroja en estos momentos 3.016.876.429 visualizaciones de la canción. Cuando usted lea este artículo es probable que la cuenta haya aumentado unas cuarenta o cincuenta millones de reproducciones más. Nunca ninguna otra canción de ningún otro lugar del mundo había tenido tantas reproducciones en esta o en otra red social. Nunca ningún otro producto hablado en español había sido escuchado, versionado y tarareado tantas veces. El triunfo de Despacito es también un triunfo del español.
Hablo de que incluso las grandes obras literarias de nuestra lengua —El Quijote, Rayuela y Cien Años de Soledad— han debido ser traducidas a otros idiomas para poder saltar la frontera. Hablo de que a Shakira y Ricky Martin —quizá los grandes referentes de la cultura popular latinoamericana— les ha tocado grabar canciones en inglés para poder acceder a un público mayor. Hablo de que nosotros, los latinoamericanos, somos un pueblo subsidiario, colonial, subdesarrollado. Hablo de que Despacito, pese a todo ello, logró meterse, en tan solo doscientos días, en los oídos de más de tres mil millones de personas en el mundo. Y ello no es poca cosa.
Para los amantes de las estadísticas y los números, las siguientes cuentas nos pueden servir para ilustrar este monstruo de la masificación global. Se supone que en el mundo hay siete mil millones de habitantes; se supone que, de ellos, cuatrocientos millones hablan la lengua de Castilla; se supone que trescientos veintiséis millones de personas viven en Estados Unidos; se supone que el censo poblacional de Uruguay es de tres millones y medio de personas. Entonces, Despacito ha sido escuchado por cuarenta y dos de cada cien habitantes del mundo. Un hispanohablante ha escuchado la canción ocho o nueve veces desde que salió en el mes de enero; un gringo lo habrá hecho nueve veces y un uruguayo novecientas.
No faltará el purista que vea el éxito de Despacito de manera negativa. Habrá más de un esteta aburrido porque el éxito le tocó a Despacito —un producto que salió de las entrañas de ese esperpento del Caribe que llaman reguetón— y no a otra canción de otro género musical. Yo intentaré coincidir con ellos y replicarlos al mismo tiempo.
Sí, Despacito es una canción llena de lugares comunes. Es la original historia de un hombre que le pide a una mujer que le “muestre el camino” para ir donde ella. En medio del flirteo, el tipo ¡Fonsi! formula una metáfora inédita: “Tú, tú eres el imán y yo soy metal”. El calor aumenta, y al tipo le ocurre lo que nunca le ha ocurrido a ningún otro bardo enamorado: se le “acelera el pulso”. Ante el calor del baile, aparece la paradoja: “Deja que te diga cosas al oído”, le dice, precisamente, muy quedo al oído. Ella acepta y surge la frase lapidaria, la originalidad suma: “Quiero desnudarte a besos”. Y así: “pasito a pasito, suave, suavecito nos vamos pegando, pasito a pasito”…
No, retóricamente no hay nada nuevo en Despacito. Pero es que la lengua se caracteriza más por el lugar común que por la innovación; además la innovación es el primer paso para que se geste el lugar común. La lengua que innova constantemente tiende a desaparecer, se transforma. Y en eso, Despacito hace un aporte a nuestra lengua: instaura y exporta lo mejor de nuestros lugares comunes.
También tiene sus virtudes. La canción no dice lento, pausado, parsimonioso ni despacio. Dice DES-PA-CI-TO. Es la lengua española en su flexibilidad y dulzura absoluta, es la simplificación de la lengua en su forma para asegurar la comprensión del mensaje. Toda la dulzura fonética que nos ofrece la palabra despacito, toda la sibilancia del coro, se contrapone a la oclusividad del imperativo esdrújulo del dámelo… pensándolo… intentándolo… dando y dándolo.
Y así, en la subliminalidad patente del “pasito a pasito, suave suavecito”, dentro de pocas semanas la mitad del mundo habrá escuchado una canción cien por ciento hablada, escrita y pensada en la forma más vigorosa, más potente y más creativa del español hablado en el mundo: el del Caribe.