De niño me acuerdo que me sentía mal por no piropear a las niñas. No tenía la valentía de otros peladitos capaces de decir vulgaridades a muchachitas varios años mayores que ellos. Apenas soltaban la procacidad un coro de risas apoyaban al pequeño bastardo. Lo peor es que la cosa parecía resultar. Solo los que se atrevían salían al cine a ver Sueltate el pelo con Los Hombres G y llegaban el lunes a clase a contar todo lo que les había hecho. Yo nunca fui popular. Feo, tímido y gordo es una combinación patética.
En la adolescencia conocí a muchachos muy avispados que llevaban en su cartera un polvo que llamaban bórax y que presuntamente despertaba el deseo sexual en las muchachas. Era un cristal blanco que se usaba como detergente o como pesticida y que algún irresponsable se inventó que podía ayudar, si se mezclaba con vino o cerveza, a seducir a una mujer. Después supe que servía para adulterar la heroína. No sé a cuantas muchachas habrán dormido a la fuerza y después violaban sin contemplación.
En mi juventud la gran mayoría de muchachos estaban obsesionados con el sexo y esto los convertía en violadores en potencia. Estaban prohibidos los sentimientos y las películas de Meg Ryan. Se veía era porno, se conversaba sobre posiciones y estaba prohibido el amor. Eso era para los maricas y las mujeres.
Las cosas no han cambiado demasiado. Tengo amigos que dan clases en universidades, algunos son decanos y el único tema de conversación en los chats colectivos son las alumnas que quieren comerse… las que se comerán. En los chats de hombres lo único que se manda son videos pornográficos y los torsos desnudos de las jóvenes con las que se acuestan. Es como si la edad hubiera exacerbado su brutal machismo.
Tengo amigos que dan clases en universidades,
algunos son decanos y el único tema de conversación
en los chats colectivos son las alumnas que quieren comerse…
Conozco muchísimos hombres que han aprovechado el momento en que su amiga del alma se queda dormida para meterle mano. La gran mayoría de la gente con la que crecí cree que no puede haber amistad entre los hombres y las mujeres porque ellas solo están para cumplir todos nuestros deseos sexuales. Si no les paran bolas entonces las mujeres son lesbianas o frígidas. Creen que por tener un pene y ser estúpidos pueden ser mejores que la mujer más brillante. Creen que para levantarse a la mujer que quieren solo deben tener fe… y un poquito de escopolamina.
Yo no he estado exento de ese tipo de discriminación. No cuento entre mis cineastas favoritos a mujeres y eso que Agnes Varda aún hace películas hermosísimas y eso que Agniezka Holland está en perfectas condiciones y eso que Sofia Coppola me hace llorar cada vez que vuelvo a ver Lost in Translation. Con las escritoras el prejuicio es peor. No leo columnistas y no recuerdo, aparte de Vernon Lee, Alma Guillermoprieto o Silvia Plath una escritora que me hechizara. Bueno, hace poco me sorprendió La perra, la última novela de Pilar Quintana y me pareció incomparablemente mejor que Juan Esteban Constaín, Guissepe Caputto, Daniel Samper Ospina y demás nulidades masculinas que se atreven a publicar sus palúdicas novelas. Pero ha sido muy difícil quitarme de la cabeza toda la mierda que acumulé por haber estudiado todo el bachillerato en un colegio de sacerdotes y aún tengo clavado en el inconsciente eso de que los hombres duros no dicen te amo ni saben bailar
Estoy casado con una mujer comprometida con las causas feministas. Todos los días es un aprendizaje. Quiero cambiar. Deseo cambiar. Espero que buena parte de los demonios machistas que me atosigan hayan sido muertos en uno de los exorcismos diarios que me hacen. Pero es difícil. Muy difícil. Ser mujer Colombia es un infierno por culpa nuestra. Ser mujer y tener aspiraciones intelectuales es todavía peor. Se tienen que enfrentar a trogloditas como yo que nos creemos mejores que las mujeres porque nos educaron así en este país católico, homófobo, conservador y, sobre todo misógino.
Acá odiamos a las mujeres.
Publicada originalmente el 19 de octubre de 2017