Los objetos de estudio en las ciencias sociales se ven muy pequeños, casi insignificantes desde la distancia. Las guerras en otros países las vemos como difuminadas, al lado de reinados de belleza o consejos para adelgazar. Un bombardeo nunca es tan terrible como cuando se tiene sobre la cabeza, ni el cuchillo duele tanto como cuando rompe la propia garganta. Desde la distancia las cosas pueden verse así, muy pequeñas y sin detalles.
Por otro lado un conflicto, visto desde la distancia, también puede magnificarse, verse mucho más atroz y producir mucho más miedo. Imagino el temor que podría sentir un bogotano que deba desplazarse al Chocó. Eso significa magnificar un conflicto, porque cuando uno vive en Itsmina o en Tutunendo, un viaje al Quibdó es algo cotidiano y se realiza sin mayor miedo.
Esa relatividad me hace ver lo ocurrido en Colombia con cierto desdén porque estoy de visita en El Imperio, en la tierra del Mar-Mall (Mar y Compras) que es Miami. Desde aquí, donde todo “funciona”, donde las calles no tienen basura, ni los carros andan en contravía, ni venden frutas en los semáforos, lo que acaba de pasar en nuestro país es grave, pero no tanto.
El secuestro del brigadier general Alzate no es algo insignificante para su mujer o su familia; ellos están viviendo una amarga situación con la que debemos solidarizarnos, pero tampoco es el acto más atroz cometido por la guerrilla en los dos años que van de conversaciones en La Habana. Apenas la semana pasada, recordemos, las Farc asesinaron dos indígenas y este crimen no dio para suspender las conversaciones.
Tal vez la medida de nuestras preocupaciones debería estar a medio camino entre las urgencias y las atrocidades de la guerra vivida desde el vecindario o la indiferencia con que la mira la comunidad internacional. Algo así como lo que proponía Stanislavsky para el teatro; romper la cuarta pared para integrar al espectador con el drama que se representa y después tomar distancia para entender que allí lo que se está haciendo es teatro.
La guerra es dura y cruel para quienes la padecen, pero teatro para los que la presenciamos desde cómodas butacas. Así es para los jefes de las Farc y para nuestros negociadores que están cómodamente en un hotel en la Habana, sin el afán de un bombardeo o un cilindro bomba a punto de explorar, pero qué dura es para los soldados y los habitantes del Chocó que la padecen o para los militantes de la guerrilla que tienen que vivir en la oscura selva del Chocó.
Que se acaben las negociaciones cuando las Farc cometen un nuevo crimen es algo que visto desde la distancia no parece sensato; así se acordó desde el principio cuando se determinó “negociar en medio del conflicto”. Pero claro, aceptar el secuestro de un general y seguirse saludando en La Habana amigablemente o continuar diseñando cómo va a ser la vida de los guerrilleros en el posconflicto, es algo duro de tragar; más que un sapo es un tiranosaurio que nos puede atorar y asfixiar el proceso de paz.
¿Qué hacer entonces? ¿Cómo evitar que se hundan los esfuerzos de estos dos años?, ¿cómo impedir que se salgan con la suya los amigos de la guerra, entre ellos ese tal Chaverra que domina el Chocó como un mafioso más?
Recomiendo cabeza fría, tanto para el gobierno como para la dirigencia de las Farc, respirar hondo, ser sensatos y no pensar que las cosas se definen por una bravata. Muchas atrocidades se han cometido en cincuenta años de conflicto y por eso es precisamente que lo queremos detener.
Que la guerrilla devuelva al general y que el gobierno retorne a la mesa. Tanto que se ha avanzado no se puede perder y servirlo como plato de cacería en un banquete a los mafiosos de la guerra, a los sedientos de sangre y lágrimas.
Colombia quiere la paz, así desconfiemos profundamente unos de otros. Por encima de las dificultades hay que tomar distancia, ¡nunca meternos en el escenario con los actores! Eso sí, ojalá el teatro de la guerra nos diera una tregua para recuperar la capacidad de soñar con un país en paz.
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