La resurreción del derrotado almirante inglés Edward Vernon

La resurreción del derrotado almirante inglés Edward Vernon

El verdadero héroe fue Blas de Lezo, quien derrotó a los piratas ingleses que intentaron tomarse a la heroica. ¿Al alcalde Dionisio Vélez se le olvidó la historia?

Por: Pablo Emilio Obando Acosta
noviembre 05, 2014
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La resurreción del derrotado almirante inglés Edward Vernon
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"Esta placa fue develada por sus altezas reales el Príncipe de Gales y su esposa la Duquesa de Cornualles, en memoria al valor y sufrimiento de todos los que murieron en combate intentando tomar la ciudad y el Fuerte de San Felipe bajo el mando del almirante Edward Vernon en Cartagena de Indias en 1741"

Ocurrió en Cartagena y junto al monumento de Blas de Lezo, considerado un héroe por su épica defensa de la ciudad amurallada en 1741 de los ataques del inglés Edward Vernon. Se presentaron muertes en ambos bandos, se dice que entre los ingleses, que arribaron en 51 navíos, fueron más de 11.000 bajas; en el Bando contrario 4.000 españoles, indígenas y criollos ofrendaron su vida. Blas de Lezo, en franca desventaja numérica y logística, vence a su enemigo constituyéndose en un hito para la historia militar americana mientras Edward Vernon debe retirarse con el rabo entre las piernas, humillado y condenado al desprecio general de su pueblo.

Lo que nadie esperaba es que tres siglos después se considere a Vernon un héroe que “sacrificó” vidas y honras “intentando tomar la ciudad y el fuerte de San Felipe” y se lo coloque a la altura de su oponente en América. Pues eso es lo que se colige del texto de la placa colocada con motivo de la visita del príncipe Carlos y su duquesa esposa. Para los especialistas este acto equivale a que en suelo ingles se rindan homenajes de honor al ejército nazi que invadió sus fronteras “ofrendando sus vidas” en su fallido intento, sin que nada cuente sus muertos, heridos o mutilados.

Durante quinientos años hemos actuado con esta estupidez histórica los americanos pues no de otra forma puede entenderse o interpretarse que nuestras ciudades, calles, monumentos o avenidas lleven y conserven el nombre de quienes viniendo de España se dedicaron a robar, saquear, matar o despojar. Que no se me diga que no es simple tontería que nuestro continente lleve el nombre de un italiano, Américo Vespucio, que según cronistas europeos descubrió para el mundo la grandeza de un mundo jamás soñado o imaginado; o que no sea una soberana majadería que en las academia de historia se conserven y veneren bustos de conquistadores españoles, ingleses o franceses que se caracterizaron por su crueldad y brutalidad con los nativos americanos al punto de casi extinguirlos en menos de cincuenta años de feroz conquista. Que los Colones, Los Pizarros, los Cortés o los Almagros sean reverenciados en escuelas y universidades americanas. No existe ciudad alguna en América que no tenga una plaza o un parque con su figura egregia y celebre, con su espada civilizadora y conductora de las buenas conductas humanas. Aunque en realidad no eran más que porqueros venidos a menos que no tenían nada que perder y sí mucho por ganar y conquistar.

En las escuelas se enseñó durante siglos a agradecerle a Colón y su caterva de sanguinarios acompañantes el haber venido a estas tierras “trayendo la civilización y la ciencia” amén de la lengua, la cultura y la religión. En los textos escolares se mostraba la estampa de un Colón heroico fatigado de sus proezas, un casi enviado y elegido por la divina providencia que abrió las puertas de un nuevo mundo para gloria y grandeza del dios español. Un dios que pronto mostró sus barbas y se alió con el enemigo para justificar sus crueles actos de sangre y despojo.

No es acaso tonto o estúpido que conservemos una religión –católica, apostólica y romana- traída e impuesta por estos fanáticos españoles que se empeñaron en ver al demonio en cada acto y ceremonia indígena; que nos convirtieron a punta de látigo, cepo y muerte, que nos obligaron a dejar en el olvido nuestros ritos y dioses condenándonos con el fuego y la tortura. Ignara estupidez que nos hizo creer durante siglos que Atahualpa era un bárbaro o Moctezuma un demente que perseguía utopías y quimeras. Ser cristiano es aceptar que Atahualpa era un salvaje y que las huestes “civilizadoras” venidas de España fueron la redención histórica y cultural del pueblo americano.

Seguimos como loros viejos repitiendo discursos desgastados, aceptando una superioridad europea como si nuestro pasado no tuviera significación alguna. Díganme en que universidad americana, salvo la clásica excepción, se enseña el idioma de nuestros ancestros, donde quedó el quechua, el guaraní, el aimará, las lenguas mayas o el Náhuatl… en el olvido, relegados a una muerte lenta y certera. En todas nuestras universidades y escuelas se enseña el inglés o el francés mientras cada día son menos los indígenas que conservan sus usos y sus costumbres.

Debemos entonces avanzar hacia el pasado, develar esa noche oscura de nuestra historia, cubrir esas placas de oprobio y derribar esos bustos y monumentos de vergüenza histórica, una clara alusión a la sangre vilmente derramada de los verdaderos dueños de América. No más Colones asesinos en nuestras escuelas o las atrocidades de Hernán Cortés revestidas de heroísmo en los textos escolares. Y no más reyes, príncipes o infantas, lo atroz, lo verdaderamente atroz en nuestro suelo es que recibamos como héroes a los descendientes de quienes usurparon nuestros derechos. Y bien puede Blas de Lezo abrazar a Edward Vernon en su gloria, igual son la misma cara asesina de aquellos que sembraron muerte, hambre y terror en suelo americano.

 

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