El cierre del año calendario suele venir con intentos de balances, personales y profesionales. El punto de quiebre puede ser bueno, para revisar qué se hizo, qué faltó, qué se quiere en el futuro. Está el mito, que es meme en estos tiempos: todas las promesas de comienzo de año se olvidan rápidamente. La solución es alguna forma de llevar las cuentas de las promesas, cada uno tendrá sus maneras. Una de ellas es fijar los aprendizajes escribiendo sobre ellos. Comparto entonces dos grandes descubrimientos que hice este año.
Una sensación. Dejé de ver a mi hija Elena por un par de semanas -ella tenía 6 meses en el momento- y, cuando fui a recogerla al aeropuerto al verla venir de lejos, sentí algo en el corazón que no había sentido nunca. Más impactante aún fue lo que sentí cuando me miró y sonrió un largo rato con la mirada fija en la mía. Esas sensaciones, en realidad fueron un torrente durante algunos minutos, me impactaron porque eran nuevas. Con el paso de los años, intuyo, uno vuelve a sentir las mismas cosas, con mayor o menor intensidad. El repertorio de sensaciones, aunque gigantesco, es finito y entonces nos repetimos. Buena parte de ese repertorio, voy viendo día a día con Elena, se forma muy rápidamente durante la infancia. Recordamos después algunas de las primeras veces: la primera gran tristeza, la primera gran felicidad, la primera gran decepción, y así. Sin embargo, lo que descubrí, es que olvidamos de adultos qué se siente como ser humano descubrir una sensación totalmente nueva. Eso me pasó esa vez con Elena. ¿Serán los grandes amores o las grandes tragedias los que amplía, muy pocas veces, el repertorio de sensaciones posibles?
Un espacio. He descubierto también que hay un espacio antes de reaccionar. Tengo la intuición que puede ser el descubrimiento más revolucionario al que puede acceder a una persona, pero eso es producto de una reflexión no de la experiencia porque estoy bastante lejos de algo así. Explico: estoy parado en un semáforo, el de atrás pita agresivamente y la reacción inmediata es molestarse y responder con una grosería, pitando más o frenando el carro. Otra: algo pasa en la vida real y la tentación es compartirlo en alguna red social, o bien leo algo ofensivo en la red social y la tentación es responder con más ofensa o más cinismo. Así cuantos ejemplos quieran, el descubrimiento es que una buena parte de esos comportamientos son automáticos, no conscientes, responden a condicionamientos sociales y biológicos no escogidos y que, por lo tanto, nos esclavizan. Gran paradoja: un esclavo enjaulado describiendo su libertad. Sin embargo, no estamos condenados porque entre el pito del de atrás cuando el semáforo cambia de color y la reacción propia en respuesta, hay un espacio -fugaz y no medible en ninguna dimensión usual de tiempo- en el que, si logramos acceder, somos libres de reaccionar de alguna manera escogida. Lo he sentido muy pocas veces este año, pero he logrado discernir claramente cuando ocurrió. Es más fácil, por supuesto, observar después de haber reaccionado la condición propia de esclavo. No es agradable pero, quisiera creer, es mejor que ni siquiera saber que existe la jaula.
Los invito a que piensen en los descubrimientos de cualquier tipo que hayan hecho este año y si tiene sentido, los compartan de alguna manera.
@afajardoa