Pocos días antes de morir, en 2008, el arquitecto Gustavo Ortíz Serrano me confesaba el pecado de mi adopción. El nombre de Rodolfo Hernández Suárez se acrecentaba como el dador de mi vida y el ocultador de mi rastro biológico materno.
Yo recordaba mis visitas a la finca de Piedecuesta, también escuchar las conversaciones entre Socorro y mi madre adoptiva a la fuerza.
Recuerdo bien la conversación de una exsecretaria de este, lógico y estético, nada ético con mi madre adoptiva.
Recuerdo cuántas veces rehuyó encuentros y cuando entré a una reunión política, él y yo nos hicimos en lados opuestos de la mesa y ante más de veinte personas solo repetía que diera saludos a mi madre adoptiva, que le vivía agradecido y cruzaba toda la mesa para el personalmente servirme el vino.
Grabé esa ocasión.
Las piezas se empiezan a terminar y antes de que mi enfermedad física me acabe, inicié el proceso de desbaratar mi nombre legal y la adopción. El ICBF como comparto en la imagen ya inicia a acompañarme en la lucha
Bien dice la ley," tiene validez el consentimiento que se otorgue en relación de adoptantes determinados a menos que el adoptivo fuere pariente del adoptante hasta tercer grado de consanguinidad o segundo de afinidad o que sea hijo del cónyuge o compañero permanente, es decir que si no se encuentran en el grado o parentesco establecido por la ley una persona no podrá dar su hijo a otro para que lo adopte".