Desarmemos el alma

Desarmemos el alma

"Es posible escuchar ideas sin categorizarnos en marcos de segregación, es posible no matarnos más, ni siquiera en el deseo y los discursos, es posible superar la división"

Por: Tomas Castaño Marulanda
julio 10, 2018
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Desarmemos el alma
Foto: Pixabay

En Colombia ya está justificada la muerte de cualquiera que no piensa igual. En las redes sociales hay una normalización constante del insulto. Aquí nos hijueputiamos como parte de la interacción orgánica cotidiana. Y no me refiero al trato jocoso y amiguero que algunos tienen por costumbre en algunas regiones, más bien me refiero al agravio lleno de ira y provocación que le damos al otro cuando no estamos de acuerdo. Vuela mierda al zarzo cada vez que alguno nos cuestiona, “ignorancia” es un concepto que poco tiene que ver con no saber de algún tema, en el discurso del tuitero del colombiano promedio “el ignorante” o alguno de sus primos hermanos “el estúpido” “el bruto” y hasta el “burro/animal” son las categorías que se merecen los que dicen lo contrario de nuestra filiación política.

Somos un país lleno de imágenes de violencia. Hemos respirado conflicto en los campos y en las ciudades, como si fueran parte de proceso alimenticio diario, como si no fuéramos sin la guerra. Es tan así que memoramos parte de la historia de ese conflicto como referentes de un pasado mejor, las eternizamos en producciones millonarias de la televisión y la brindamos a las masas para que se entretengan en las noches de cansancio, después de un día de trabajo interminable.

La internet ha sido una extensión nuestro enojo colectivo. Sí, al parecer estamos enojados, no toleramos que alguno nos contradiga, nos atrincheramos en bandos y hacemos de nuestros discursos un armamento mortal con el que cancelamos al otro, lo segregamos, lo satanizamos, el otro es el responsables de los males del país, del barrio y hasta de seno familiar, se nos olvida que en las relaciones sociales todos somos “el otro” de alguna persona (o de un grupo de personas) y que, cuando decidimos tener la razón por encima y en contraposición del otro, se nos desdibuja la humanidad, como con apartheid, como con los nazis, como con los fascismos y otras realidades políticas y económicas donde parte del sistema consistía (y consiste) en silenciar al diferente.

Y, volviendo al enojo, es apenas natural, nos han matado los unos y los otros durante demasiados años, porque sí, porque no, porque tal vez porque de pronto, porque quizá, por sospecha o por la necesidad de mostrar positivos, así sean falsos. En Colombia nos roban lo que nos ganamos con el sudor de la frente, eso con lo que vamos a comprar el pan diario que Dios nos da, da miedo caminar por las calles de la ciudad, o por lo menos por algunas partes de ella, porque alguien nos va a agraviar para quitarnos el celular y la plata. Y nos roban los corruptos, se quedan con el presupuesto de la nación al que aportamos todos, hasta mi hijo cuando le entregó monedas para comprarse una galleta y el precio incluye el IVA.

La realidad enoja, cuando se lleva meses buscando empleo y por alguna razón no hay, no se encuentra cómo colocarse para ganarse por lo menos un sueldo que siempre deja saldos en rojo pero que, también por lo menos, es mucho mejor que no tener nada, eso llena de frustración y enojo.

Y bueno muchas cosas más que son parte de la vida diaria nos llenan gota a gota de una ira represada que poco a poco va resquebrajando los límites que la contienen y se va convirtiendo en discursos violentos, en acciones violentas, en una sociedad a la espera de que alguien le rebose la copa para pegarle en la cara, o meterle un tiro. Naturalizamos el conflicto, de pronto estamos enojados con la familia y los amigos, con los compañeros de trabajo y con los vecinos, con la vecina del barrio y con el señor de la portería.

Necesitamos desarmar el alma. Tantas personas tan enojadas en un país tan violentado por décadas es caldo de cultivo para nuevas guerras que generan cada vez más y más víctimas y más sed de venganza, así no sea contra los que directamente fueron responsables, el enojo encuentra vía así no sea contra los que nos enojaron, terminamos maltratando a nuestros hijos, a la pareja, a la madre que es intocable a menos que nos brote el enojo con ella, y terminamos heridos los unos con los otros. Al parecer eso nos pasa, estamos heridos los unos con los otros, sospechamos los unos de los otros, nos asusta la diferencia, creemos tener de manera privativa “la verdad”, una mentira que las diferentes facciones de la religión nos han inyectado, la verdad no es privativa, es una construcción colectiva, la verdad es lo que descubramos que es en el camino comunitario.

Colombia es un país hermoso, es un conjunto de sociedades variadas que hermosean la experiencia social; un territorio de diversidades culturales, de diversidades ideológicas, de diversidades religiosas, de diversidades geográficas que generan diversidades gastronómicas. Pero se resquebraja en cada separación indolente y en cada expresión de insolencia frente a las ideas contrarias.

Podemos sacar lo mejor de nosotros. Si nos perdonamos los unos a los otros, intentamos mirar el mundo con el otro, si encontramos en la diferencia una oportunidad de complementarnos en vez de una amenaza a nuestra verdad, si cambiamos nuestros discursos de rechazo por conversaciones de inclusión y construcción colectiva, si nos miramos en el otro, si al otro lo vivimos como propio, incluso en las ideas irreconciliables, si desarmamos el alma y comenzamos a acercarnos a pesar de las distancias, tal vez, solo tal vez, sería posible soñar una Colombia florecida, con las represas de ira vaciadas y siendo reemplazadas por agradecimiento y empatía.

El camino de la autorregulación es más largo, es una senda estrecha pero con un horizonte celeste, es más fácil insultarnos, violentarnos con las palabras y seguir como si nada; es más fácil cancelar al otro y apoyarnos en quienes piensan de la misma manera. Leer y escuchar para aprender y conversar en vez de hacerlo para contestar y refutar eso un camino con obstáculos, hay que pasar por la desintoxicación, por los episodios del síndrome de abstinencia, por una vida de decisiones particulares que rechacen hasta el más mínimo sorbo de altanería y confrontación, incluso, si es necesario, contando los días en que se está invicto, apoyándonos en grupos de apoyo y de reconocimiento mutuo, reconociendo cuando se comete el error de caer en la tentación y volviendo a contar desde cero, los días del nuevo intento. Porque el enojo es una droga, es adictivo, complaciente pero carcome el bienestar de nuestras comunidades, de nuestras familias, de nuestra alma.

Es posible escuchar ideas sin categorizarnos en marcos de segregación, es posible no matarnos más, ni siquiera en el deseo y los discursos, es posible superar la división que las estrategias políticas imponen para al fin reinar entre los incautos, y juntarnos los unos con los otros, comer a la mesa, compartir nuestra visión del mundo y construir a partir de otras visiones. O bueno, por lo menos, es posible tolerarnos bajo el sol que nos recuerda que todos somos humanos y vivimos los ciclos de la tierra, es posible un camino sin más insultos que nos provoquen y más reconocimiento del otro que nos complemente.

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