Imagine que un día usted se entera de que la sociedad en la que vive ha decidido rendir un homenaje a quien flageló, golpeó, obligó a trabajar sin remuneración alguna y robó los hijos de un familiar cercano suyo, digamos su madre o su abuela, ¿usted qué haría?, ¿cómo se sentiría?, ¿cuál sería su reacción?
No es una situación hipotética. Es la triste realidad que viven muchos afrodescendientes en los Estados Unidos, quienes, cansados de la dolorosa e incurable llaga de la discriminación, han comenzado a destruir las estatuas de aquellos que tuvieron esclavos o defendieron la esclavitud. Sus acciones son el resultado de años de silente indignación, de décadas de sufrir en su piel los recuerdos y secuelas de las torturas que vivieron sus ancestros, mientras su sociedad ensalzaba la obra de los verdugos y captores.
A pesar de las justas reivindicaciones de los manifestantes, varios sectores de la sociedad estadounidense rechazan el derribamiento de estatuas y bustos. Algunos manifiestan, por ejemplo, que la destrucción de las esculturas es un atentado contra el patrimonio artístico y estético de la sociedad. Al fin y al cabo, las estatuas son obras de arte que de alguna forma embellecen parques y plazas. El argumento, sin embargo, es problemático, porque las estatuas ocupan sus lugares en plazas y parques no por su calidad artística, sino por el pasado que evocan. Las estatuas de Robert E. Lee, por ejemplo, no se yerguen por ser una expresión relevante del neoclasicismo estadounidense, sino para honrar la historia de quien hizo lo posible para proteger aquellos estados que luchaban por la legalidad de la esclavitud. Pero incluso si fuera cierto, que no lo es, que las estatuas están en parques y plazas por su valor estético, uno todavía puede preguntarse si ese valor es más importante que la dignidad de los afrodescendientes, si el derecho a apreciar una obra artística debe primar sobre el derecho a ser tratado con respeto. Además, el valor estético de las obras podría protegerse enviándolas a museos en los que, además, se contextualizara la biografía de los personajes representados en las esculturas.
Otros autores afirman que destruir las estatuas es un atentado contra la tradición de la sociedad estadounidense. Lo cual no es cierto. Quitar las estatuas no impide que las personas estudien y conozcan la historia de su cultura por otros medios. Dejar de honrar a quienes cometieron crímenes horrendos no significa prohibir que se estudien sus historias. Aún más, es bueno que ciertas tradiciones se acaben. Si la segregación y la discriminación es parte de la tradición del sur estadounidense, la sociedad estará mejor si le da la espalda a tan terrible legado y comienza a pensar en futuros más igualitarios e inclusivos.
Un argumento más sólido es aquel que sugiere que las estatuas deben ser retiradas, pero siguiendo los medios legítimos, no a través de actos violentos y saqueos. Aunque es cierto que los actos vandálicos cometidos contra obras públicas y bienes privados termina afectando a quienes no tienen la culpa de lo sucedido y que, por tanto, sin ambages deben ser rechazados, lo cierto es que las circunstancias parecen mostrar que la única opción viable para quienes se indignan con las estatuas es destruirlas con sus propias manos. Estados Unidos es un país en el que Antifa es considerada una organización antiterrorista, pero no el Ku Klux Klan. Y si tu Estado es incapaz de censurar a quienes te aterrorizan en el presente, difícil es creer que lo hará con los que lo hicieron en el pasado. Si linchar personas, quemar casas, asesinar líderes no son acciones terroristas, es difícil pensar qué más puede serlo. Si después de casi 60 años de la ley de derechos civiles todavía en Estados Unidos los afrodescendiente siguen sufriendo discriminación, es legítimo que deseen defender sus derechos promoviendo la destrucción simbólica o material de las estatuas que honran a quienes defendieron las ideas que tanto mal continúan haciendo.
Algunos comentaristas sugieren que las críticas a quienes fueron esclavistas en el pasado son injustas, porque estamos juzgando a personas que vivían con diferentes valores éticos. Esta defensa olvida que la esclavitud nunca fue una institución pacífica, sino una que se implementó gracias a la sangre de miles de esclavos que lucharon por sus vidas y al acallamiento de miles de voces, entre ellas nada menos que la de Benjamín Franklin, quien en Una carta al público calificó a la esclavitud como una degradación atroz de la naturaleza humana. Si en la época de los esclavistas hubo personas que, como Franklin, se dieron cuenta de la atrocidad de la esclavitud, ¿por qué no pudieron darse cuenta los otros?, ¿era tan difícil percatarse del dolor que sufren los esclavos?, ¿se necesitan grandes cualidades humanas para rechazar la crueldad? Pero, aún más, suponiendo incluso que tienen razón quienes piensan que es injusto criticar a quienes fueron esclavistas en el pasado, los manifestantes no están cuestionando las acciones que se hicieron antes, están protestando en contra de quienes creen que hoy debemos seguir admirando a quienes defendieron la crueldad en el pasado. Una cosa es no cuestionar la moral de un esclavista porque vivió en el siglo XVIII, otra muy diferente es levantar una estatua en su honor. Si no se pueden criticar sus vicios, tan poco pueden ensalzarse sus virtudes.
Lo que sucede en Estados Unidos debería promover una profunda reflexión en Colombia. Hasta el mismo nombre de nuestro país hace honor a quien cometió una cantidad increíble de atrocidades y atropellos. Ya es hora de que en Colombia comencemos a cuestionar nombres como los de Luis López de Mesa, Laureano Gómez, Jiménez de Quesada y tantos otros que defendieron tesis abiertamente racistas. En su lugar, podríamos comenzar a honrar la labor de quienes han luchado por crear una sociedad más justa e incluyente. Quizás así podamos tener un mejor futuro.