Han transcurrido más de sesenta años para llegar a aceptar, respetar, sentir y amar el derecho que cada ser humano tiene sobre su propia vida. Es probablemente el único derecho real que tenemos sobre algo, la única propiedad verdadera, todo lo demás es prestado. O si no, díganme, ¿no es prestada por un tiempo cualquier relación con otro ser humano, animal o vegetal, incluso con el mismísimo planeta? ¿No son todos ellos transitorios en nuestras vidas? ¿No vienen y van al arbitrio de la fortuna, el destino o nuestras decisiones? Todo, todo lo demás excepto nuestra vida, le pertenece a sí mismo, al otro o a lo otro. Todo nos acompaña por más o menos tiempo, con mayor o menor intensidad. Hijos, pareja, padres, mascotas y cuadros, pasatiempos y sentimientos danzan cada cual su propia existencia.
Entonces, el único derecho real que tenemos de algo, es sobre nuestra propia vida. El cómo vivirla, el qué hacer con ella, hasta su mismo final, son de nuestro tenor. Digo que han transcurrido más de sesenta años para llegar a esta conclusión, ya que solo las experiencias previas muestran que así ha sido, con consciencia o sin ella. Así ha sido.
Momentos de sentir el deseo de renunciar a continuar existiendo
se entrelazan con la dicha absoluta
por sentir la vivificación plena de otro momento
Y tal vez, dentro de todas ellas, la que mayor impacto tiene es la de permanecer vivo o morir. Momentos de sentir el deseo de renunciar a continuar existiendo se entrelazan con la dicha absoluta por sentir la vivificación plena de otro momento. Y esta llega cuando en hermosa compañía oyes y ves, —sientes en todo tu ser— el vuelo de la bandada de flamencos que con su aletear rompen el silencio del viento en la laguna y llenan tu corazón de paz.
Qué diferencia de momentos, aquel, el primero, como un recuerdo de la pronta juventud, al actual en madurez —o eso espero— de una etapa de vida, llena de la vida misma.
El transcurrir de ver a pacientes luchar por una u otra decisión: vivir o morir, y en especial saber ahora que la muerte no es un fracaso médico —y menos de la vida misma—, me llevan a aceptar que cada persona tiene el derecho a decidir si continua con esta existencia o no. Ya no me angustia, ni me incomoda que un paciente lo piense y lo desee. Al fin de cuentas ellos también ya vivieron su vida, espero, a su manera.
Regresando a los años que transcurren en cada ser, quién es para juzgar las decisiones que tomamos de seguir uno u otro rumbo. Ni Dios lo hace, menos lo debemos hacer los mortales. Escuchar sobre quien se fue Oriente buscando una nueva senda, o quien cambió de país, o quienes hemos variado de institución, de trabajo, de ciudad, de amigos, de compañía, es escuchar sobre decisiones valerosas de seguir el rumbo que sus corazones indican. También están quienes estudian una profesión y luego cambian de ocupación pues su pasión era otra, o quienes deciden amar en vez de odiar luego de una vivencia traumática, en quienes la venganza no anida. Sí, es un deber alegrarnos por ellos, porque seguir los dictados del corazón no es siempre la regla, a veces pareciera que es lo menos. El derecho a ejercer nuestra propia vida. El “Derecho a amar”, tal como lo manifesté en mi anterior columna.
Y nuevamente, sobre la muerte, ojalá los seres humanos lleguemos a adquirir la habilidad de intuir cuando ella se acerca, sea por la guadaña o sea por propia mano, ya que nos daría un tiempo de poner en orden emociones y sentimientos con las personas que ahora nos acompañan, y así partir en paz.
